España a hierro y fuego (II). La
sublevación en Palencia.
Por
Alfonso Camín.
Editorial Norte.
México, 1938.
Palencia tiene una larga calle que es como el tubo digestivo
de la ciudad. Esta calle lleva el nombre de Mayor Principal.
Pero, en realidad, no es tal calle, sino el viejo camino
de Castilla que pierde su nombre a la entrada, junto al
cuartel de Carrión, y lo vuelve a ganar cuando
termina de atravesar Palencia, rumbo a León.
La ciudad vive orgullosa de esta calle, que es, a su vez,
paseo de la población palentina en las horas del
mediodía y en el crepúsculo. Hasta que vuelve
a ser camino de ovejas y la llenan los rebaños
merinos que suben de Extremadura hasta las cumbres de
Pajares, Puerto de San Isidro y Puerto Ventana.
Puede decirse que la vida de relación, social y
económica, se resuelve en esta calle. En ella están
enclavados el casino, la mayor parte de los bancos, las
casas de comercio y el gobierno de la provincia.
Conocido en la plaza por mis trabajos periodísticos
de otros años y por mi agrado hacia Palencia, decido
quedarme unos días, retrasando mi viaje a Oviedo.
Después de la comida, entro en el Café Central.
Como siempre, en un rincón están juntos
los hombres más salientes de la economía
y la política provincial, acompañados
del diputado Peñalba, republicano sosegado,
de cuya influencia en la Corte se sirven todos los hombres
conservadores y él no escatima mercedes. No será
extraño tampoco verle del brazo de Abilio
Calderón, cacique máximo, áspero
como un espino, sucio y primitivo, inculto como un burreño
con sanguijuelas en las quijadas.
Palencia es, por tradición, una provincia
conservadora, cuyas tierras están repartidas entre
dos familias: Azcoitias y Calderones. Estos entre
sí, en vez de atacarse, han tenido el buen acuerdo
de mezclar, por medio de lazos casamenteros, los intereses
y la sangre. De este modo la provincia queda en manos
de la parentela. De ahí la preponderancia de don
Abilio. Es la voz de la casa. Y como tal, la voz política
de la provincia en todos los gobiernos desde hace medio
siglo. La República, en vez de quebrantar
los huesos de estos grandes saurios, aumentó los
caciques en Palencia con la intromisión azucarera
de Lewín, un judío alemán, que después
de servirle la República con la cuchara más
ancha, le veremos con los traidores repartiendo pitillos
a las tropas del Guadarrama.
Día siguiente. Rezagado en el café, busco
una silla en la terraza. Aguardo al doctor Rafael
Navarro, persona culta, que siempre que llego
a Palencia me acompaña y me aleja del ambiente
de esparto áspero que representa para la vida de
un escritor el constante choque con la vida real, cuando,
como ahora, el ensueño depende, más que
nunca, del cemento armado y de las ovejas merinas.
Se me acerca un vendedor de cachimbas. Es un hombre grueso,
tocado de una visera, cachazudo y tenaz. Me conoce de
vista de esta o aquella plaza y, aunque no le compro ninguna
cachimba, no da importancia al asunto y se sienta junto
a mí.
Me dice que se hace poco negocio. Que los tiempos están
malos. Su mala suerte la achaca al gobierno, que
deja que el capital se cruce de brazos para que el pueblo
no coma y la República se derrumbe.
-Yo paso mis fatigas- agrega.- Pero no me desanimo. Y
usted, ¿qué opina?
-¿De qué?
-De este ambiente.
-No sé qué decirle. Llegué ayer de
Madrid.
Guardo silencio.
Era un hombre grueso, bajo y maduro, con esa dureza de
las encinas.
Cuando volví al café por la tarde, me presentó
a un militar con los galones de brigada. El brigada se
expansionó un poco más que el vendedor de
cachimbas. Era un joven noblote. Educado. Me conocía
de nombre. Me dijo que era montañés, que
le traía a Palencia una misión del gobierno
y que volvía a Santander.
Quizás esperase que yo le hiciera más preguntas.
Seguramente con esa intención me dijo que él
era republicano. Que no fuera a confundirlo con los militares
que cobraban buenamente su sueldo y conspiraban contra
el estado.
-Corre usted más que yo- le dije por decirle algo.
Viendo que yo no daba color, ni tenía por qué
darlo, se despidió de mí. ¿Era un
enviado del gobierno? ¿Era un espía del
ejército? No le he visto más. A quien vuelvo
a ver por la noche es al vendedor de cachimbas.
Después de la cena, salgo a la calle. Ya no era
la misma que yo dejé de atardecida. En vez de mujeres
locuaces y mozuelos bien trajeados, llenan la acera, nerviosos,
muchos hombres vestidos con traje de mecánico.
Los viejos sesudos, los políticos y adinerados
de la plaza, brillaban por su ausencia. Los cafés
estaban vacíos. Por los anchos portales oscuros
desfilaban sombras y sombras. Encontré un conocido,
Barcia, que no tiene nada que ver con el pelafustán
que fue ministro de Estado. Me dijo que iba hacia el gobierno
civil y que si yo quería acompañarlo. No
me dijo más. Yo no conocía al gobernador
de entonces. No tenía por qué ir al gobierno.
Era amigo de otro gobernador civil que tuvo Palencia,
Roberto Blanco Torres, del que me dijeron siempre los
dueños de la política y de la economía
en la ciudad del Carrión: “Su amigo
ha sido el único gobernador decente que ha tenido
Palencia." Lo que no fue obstáculo para que
más tarde sepamos que Roberto Blanco Torres ha
sido fusilado en Orense. Si fuera un tahur, un
granuja, se le hubiera hecho director de algún
periódico incautado o presidente de la diputación
de Salamanca. Hay buenas pruebas.
No veo más rostros conocidos. Son patrullas de
muchachos, entre los quince y los veinte años,
con las manos en los bolsillos, mirando con recelo a todos
lados. Dos de ellos pasan por mi lado. Uno le dice al
otro:
-Tú, ya sabes. Dos zambombazos, y ¡arriba!
Esto ya me puso en recelo. Entonces es cuando vuelvo a
encontrar al vendedor de cachimbas, parado en una esquina,
centinela de las estrellas.
Me decidí:
-¿Qué hay, amigo? ¿Sucede
algo?
El buen hombre echó a andar conmigo y me dijo,
en tono de confidencia, después de soplar su cachimba
que era un hornillo en la noche.
-Parece que la tropa se quiere echar a la calle. El gobernador
está preparado. Tiene colocadas en esas ventanas
varias ametralladoras. En esos tejados de enfrente –agrega,
mirando hacia arriba-, también hay varias ametralladoras.
Nosotros estamos en la calle para defender la República.
Quieren dar el golpe a las dos.
Pensé poner en antecedentes a mi amigo el doctor
Navarro, trasnochador impenitente. Miré el reloj:
las once y media en punto. Y me dirijo al casino. Claro
que guardándole el secreto al vendedor de cachimbas.
Mi honradez ha de correr pareja con su confianza.
El doctor Navarro hablaba de literatura entre gentes que
no le entendían. Le llamé aparte y le dí
la noticia.
Miró el reloj y me dijo:
-Tenemos tiempo a tomar un café. Luego iremos a
la Cruz Roja. Y a la una en casa. Si hay novedad, me pondré
el brazalete.
El doctor Navarro es, desde hace muchos años, presidente
de la Cruz Roja de la provincia.
Tomamos café, cogimos nuestros puros y los desanillamos
tranquilamente, les prendimos fuego y fuimos hacia el
centro benéfico. El tenía un gesto preocupado.
Pero sereno. La meditación sobre los acontecimientos,
más que apretar el paso, nos lo hacía más
lento.
El doctor dio sus órdenes en la Cruz Roja. Reforzó
las guardias y a la una, le dejé en su casa.
Esperé las dos en la calle. Veía mucha gente
moverse. Pero las caras se desvanecían en las sombras.
Ni siquiera volví a tropezar con el recio vendedor
de cachimbas, cachazudo y sereno, quieto en la esquina:
-Cuando sea, ya me despertarán los tiros- me dije.
Y con esta consigna, me fui al hotel. Y me dormí,
casi despreocupado.
Desperté a las siete de la mañana
entre un ruido de tiros y explosiones. Salté de
la cama. ¡La contrarrevolución estaba en
la calle!
Mi habitación daba a un patio interior y a las
espaldas de un convento. Por el balcón abierto
entraba el sol y podían entrar los tiros. Tiros
en todas las azoteas. Ladridos de los fusiles contra los
cristales de las ventanas, que caían con estrépito.
El tableteo constante de la ametralladora entre
los disparos espaciados de los fusiles. Los tiros
aun más espaciados de las pistolas civiles desafinaban
el fuerte acento, la música implacable de las otras
armas formales. La explosión de las bombas, que
mordían el viento en las calles, desconchaban los
muros, estremecían las casas, cegando puertas y
balcones con crines de polvo y tierra. Cañonazos
en las afueras contra los enemigos imaginarios. Luego,
un silencio, y otra vez las descargas de la fusilería.
Las balas saltan como guijas en los tejados. Suenan secamente
en la pared de mi cuarto. Cantan sobre las planchas de
zinc del techo de una cocina que hay en el patio de enfrente.
Muerden la cal amarillenta de las paredes del convento.
Cortan la rama de los jardines. Se meten por las rejas
del claustro. Se quiebran en dos las tejas. Silban a mi
lado cuando me estoy vistiendo. Pienso que entran por
la ventana.
Mientras que la servidumbre tapona con colchones todos
los huecos, yo bajo al hall.
Antes, mientras me ponía el cuello, pensé:
“Las balas suenan muy cerca. Parece que disparan
contra el hotel. Si las fuerzas han fracasado, puesto
que el general vive aquí mismo, bien puede suceder
que estén los oficiales acorralados dentro de este
edificio. Nos van a freír a tiros.” De fracasar
la sublevación, no hubiera sido esto extraño,
máximo cuando después me entero que este
hotel es un centro fascista, lugar de reunión de
todos los pajarracos monárquicos, curas con sobrinas
y jesuitas con trabuco.
Pero no. La contrarrevolución está
en la calle. Las tropas han abierto la cárcel y
vuelcan sobre la ciudad a todos los presos políticos
–y a los que no lo son- portando un fusil flamante
y unas flamantes cartucheras.
Entre los dueños de comercio armados, que
ya andan a la caza de sus dependientes, tumbándoles
en donde los encuentran, irrumpen en el hotel “falangistas”
y propietarios con gestos feroces, desorbitados y trémulos.
Apuntan con sus armas a las ventanas y a las
cabezas.
Gritan unos:
-¡Hay que registrar el hotel!
Sueltan otros:
-¡Que nadie se mueva! Al que se menee, dos tiros
en la cabeza.
Los más viejos, anchos y barrigones, se quedaban
quietos sobre el arma. Los más jóvenes,
muestran las manos arremangadas como los matarifes. Los
ojos turbios, el pulso, suelto. Los dedos, poco firmes
en los cerrojos.
Todos llegan ebrios de venganza y de pánico.
De un pánico que se contagia. Yo mismo tengo que
embridar mis nervios para no contagiarme del pánico
de aquellos mozos. Porque es un pánico peligrosísimo.
Ese pánico que al primero que se mueva –aunque
sea para preguntar qué sucede- es suficiente para
que se le estrellen los sesos contra los muros.
El arma en manos del miedo es mucho más peligrosa
que en las manos del heroísmo.
Hay un quietud momentánea y todos nos miramos las
caras. Es el momento que aprovecha la dueña del
hotel, una beatona infecunda, para gritar a los desencarcelados,
mientras los abraza con el afán convulsivo de una
abadesa nostálgica:
-¡Les felicito, hijos míos! Ahora, ¡a
luchar contra los rusos! Hasta que no quede uno en el
pueblo.
No hay tales hijos. Ellos son los falangistas: los que
estaban en las cárceles y los que estaban fuera,
bien armados con las armas de los cuarteles. Ella es la
noche de España que tiende sus alas negras sobre
Castilla.
De estos mozalbetes nerviosos, irreflexivos, sedientos
de sangre, dependía, en estos minutos, la vida
de los hombres de la ciudad y de los pueblos de la provincia.
En el hotel desbrozan los días varios
viajantes de comercio, sorprendidos por la guerra, cuyas
cabezas también quedaban a merced del más
simple recelo de estos fusileros de retaguardia. La tropa
estaba en lo suyo. De minuto en minuto, los fusiles, las
ametralladoras, el cañón que ladra afuera,
sobre el camino de León, vuelven a sacudir los
nervios de la ciudad palentina.
-¡El ejército se ha sublevado!- Me dice un
viajante cuyos ojos interrogan los míos.
Queremos salir a la calle, pero desistimos. Cuando vamos
a hacerlo, silban las balas en los portales.
Comemos bajo el tiroteo. Volvemos al hall, lleno de gentes
carilargas.
Entre los tiros sueltos, comienzan a funcionar
los aparatos de radio.
En la de Burgos comienza a oírse la voz del general
Mola. En la de Madrid, la voz de Indalecio Prieto. Después,
la voz de La Pasionaria en la de Madrid. La de Queipo
de Llano en Sevilla. También se escuchó
la voz de Martínez Barrios, invitando al general
Mola a que no convirtiera a España en un lago de
sangre. Y la voz ronca del general Mola, respondiendo
que seguía adelante con su destino. Que
había llegado demasiado tarde la voz conciliadora
del político sevillano. La contrarrevolución
estaba en marcha y el mismo general Mola se hubiera espantado
de sus consecuencias. Consecuencias que ví yo enseguida.
Pero que no vieron los generales ensoberbecidos de sus
entorchados, el capital sin inteligencia y el alto clero
de España.
Salgo a la calle y me entero. Comienzan las matanzas
el mismo día.
El Gobierno Civil se ha entregado a las nueve de la mañana.
El gobernador, también. Pero está
herido… Luego supe que se le había metido
en un coche custodiado por oficiales. Lo llevaban hacia
el cuartel del Carrión. Ya llegó muerto.
Lo habían fusilado, disparándole por la
espalda dentro del coche, durante el camino.
Estaban presos los amigos del gobernador, el primer jefe
de policía, el joven Casañé, presidente
de la Diputación, donde se habían encontrado
armas y dinamita; el concejal Hernández y otros
muchos.
El diputado Peñalba andaba suelto. Solitario en
el café, encorvado sobre la mesa, con una gran
tristeza aternerada en los ojos y los amplios brazos caídos.
Nadie pensó en prenderlo. El tampoco pensó
que sus amigos de ayer pudieran hoy degollarlo. Allí
estaba con sus brazos deshilachados. Talento, no tenía.
Sin estas armas no es posible un fusilamiento. Por
allí andaba el día anterior Francisco Vihgui,
el ingeniero y poeta. Era el hombre más querido
en Palencia. Pero tenía talento. Me dijeron
que estaba preso en su finca. Habrá pasado las
suyas. Porque los primeros tiros de esta contrarrevolución
han ido contra los hombres de inteligencia. Los
que no podían fusilar materialmente, porque no
habían caído en el campo nacionalista, los
fusilaban los periódicos de estas regiones, órganos
de los terratenientes y los jesuitas.
De Valladolid, de Palencia, salen las gentes sublevadas
para el Alto del León. Dicen que en Madrid
se está librando una lucha feroz en el cuartel
de la Montaña. El Guadarrama quedó cerrado
por un muro de bayonetas. En mi casa de Madrid no hay
un hombre. El único que había se fue por
un camino que yo repudio. La metralla, la blasfemia, los
hombres, todo el rencor se cierne sobre Madrid. ¿Qué
será de los míos?
En Palencia se corre que los asturianos avanzan
por llanura con varios trenes de dinamita. ¡Por
algo ladraban esta mañana los cañones en
las afueras! Castilla le teme más al Pajares que
al Guadarrama.
En el cerro del Otero, bajo los brazos del Cristo Mayor
de Castilla, se pone un cerco de ametralladoras. Vuelven
los obispos a arremangarse las faldas y montar a caballo.
Volverá al trono doña Urraca. Gelmírez
está de plácemes en sus predios de Compostela.