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Los primeros días de guerra.

España a hierro y fuego (XVII).
Asturias, frente de guerra.
Por Alfonso Camín.

 

España a hierro y fuego (XVII).

Asturias, frente de guerra.
El alcalde de Castropol, el palacio de Sestelo.

Por Alfonso Camín.
Editorial Norte.
México, 1938.


Recuerdo que este amigo que me invita a ver el hospital en las afueras de Vegadeo es un comerciante en pieles. ¿Andará buscando la mía?

Durante el camino me dice, jugando a bromas y veras con la pistola:
-Oye: ¿Tú eres amigo de Indalecio Prieto?
-Sí.
-¿Pero de su partido?
-No.
-Te lo digo, porque si lo fueras, te mato.

Yo no me inmuté en lo más mínimo. En mis años revolucionarios de México, esas bromas eran corrientes. Hasta pensé enseñarle el gracioso juego de las pistolas: tirarlas cargadas al alto y ¡a ver a quién le toca la china!

-Te advierto –le dije muy ajeno a lo que él pensaba- que esas pistolas automáticas son más infieles que una bailarina. Lucen muy bonitas. Pero, cuando más falta hacen, te traicionan. Se encasquillan mucho.

Ignoraba yo que aquellas bromas tuvieran un fondo siniestro. Gil Barcia y su acompañante, habían dicho:
-Ese es un “rojo”. Hay que liquidarlo.
Y ahí queda eso. Ellos eran aves de paso...
Alguien argumentó:
-Es muy amigo de Melquiades.
-¡Quiá! De quien es amigo es de Indalecio Prieto y de Belarmino Tomás.

Belarmino Tomás era, a la sazón, -luego lo supe- el gobernador “rojo” de Asturias, con asiento en Gijón, de donde el Gil Barcia y otros cuatro o cinco “señoritos” tunantes habían huido con los calzones húmedos. Entre éstos había uno de más cuidado que Barcia: “El jesuita del Cortijo”.

Los dos caciquillos de Gijón están resentidos conmigo, por cosas muy ajenas a la política. Veremos cómo buscan la venganza sin dar la cara. Porque parece que la “salvación” de España no está en la victoria de los militares, ni en abatir a sus enemigos. La venganza personal, a base del asesinato, tiene su asiento principal en todo el territorio “negro”, desde el palacio más alto al más humilde caserío. Como se incita la denuncia, y la denuncia es secreta, verbal y anónima, todas las cabezas honradas están a merced del primer granuja que se ha puesto un mono azul y unas flechas, se ha remangado los brazos y ha cogido un fusil. De esta manera, en Navia, un comerciante portorriqueño, en pleito con un socio, que es asturiano, corre al encuentro de las tropas, se hace “falangista”, denuncia a su propio socio como republicano, se presenta en su casa con otro grupo de “salvadores” de la Patria y lo rematan en los caminos. De esta manera en Luarca un chófer, que hace cornudo a su patrón, se pone de acuerdo con la mujer adúltera y se quitan aquel estorbo de encima. El hombre era absolutamente apolítico. Pero, no importa. Después de hacerle cornudo a la fuerza, le hacen a la fuerza “rojo”. De ese modo, como veremos, el cacique “negro” de Luarca acabará con su adversario, el alcalde de Villapedre y con todos los que no son sus adictos políticos ni guardan el dinero en su banco. Veremos cómo el cacique, duro y bestial, olvidando todo favor y poniendo en pie toda ofensa, se vale de su posición económica y de su rango con las comandancias militares y las oficinas de Orden Público para segar numerosas vidas del término, inclusive la de aquellos que han guardado la suya durante la estancia de las fuerzas leales a Luarca.

El hospital de Vegadeo es un edificio pequeño e higiénico, obra de los alcaldes y concejales socialistas, a los que ahora andan cazando por los montes con el trabuco. En el hospital hay unas monjas carmelitas o teresianas. Tienen pocos heridos. Tampoco caben muchos más. No hay recursos. Mi amigo entrega a una de las “madres” unos billetes. No hay más. No dan más. El comercio está cerrado y las casas están vacías.

Me llaman la atención dos suertes: la de un muchacho de unos dieciocho años, vaquero sin letras, que tiene un tiro en una pierna. No sabe lo que dice ni lo que defiende. Pero él quiere curarse y volver a la guerra. La sangre y la rusticidad le brotan por los pómulos saludables. Tras la lección aprendida, las monjitas le dicen:
-Cuando te cures, ¿qué vas a hacer? ¿Volver a casa o a la guerra?
-A la guerra a matar “rojos”. Yo no vuelvo a casa. Le aplauden las monjitas. Le aplauden los dos o tres visitantes que encontramos allí, gentes de posición que necesitan de esta carne moza. Porque son estos mozos los que se baten. Los que caen, sin saber por qué. Los que, si no caen, mañana volverán a ser las bestias de siempre. Más que criados, los esbirros de estos otros analfabetos con posición económica: comerciantes de la rutina, terratenientes por herencia. Fortunas fosilizadas. Capitales que otros han hecho con el trabajo en América para que estos granujas, hijos, sobrinos, nietos, vivan ociosos en sus heredades.

La otra suerte que me preocupa, es la de un hombre de carrera y de finos modales. Un médico, un enfermero voluntario y que no carece de cultura. Me llama por mi nombre y conoce mis libros. Es de Oviedo. Asegura que estaba allí de viaje cuando entraron las tropas en Vegadeo. Su casa es el hospital. No sabe de su familia acorralada en Oviedo con las fuerzas de Aranda. Su rostro es bondadoso y su mirada es tristona. Yo sé que le he visto antes de ahora. Ignoro dónde. Desde luego, su acento, dentro de lo culto, es netamente ovetense. Allí se queda cuando partimos, melancólico lo mismo que la tarde que se nos muere encima. Cuando me despide en la puerta, le adivino en los ojos:
-No sé si le veré más. De buena gana me iba de aquí. Pero, ¡quién cruza estos montes! ¡Con todos los caminos tomados!

Se agrava mi opinión cuando mi acompañante me habla, calleja abajo:
-¿Tú lo conoces?
-La cara me es conocida. Yo he hablado con él otras veces. Pero no recuerdo quién es. Desde luego, es un hombre distinguido. Parece buena persona.
-Apareció aquí en el pueblo cuando entraron las tropas. No le habíamos visto antes. Su presencia despierta dudas. Pudiera ser un médico de los “rojos” de Oviedo, que se quedó rezagado. Porque fue muy violenta la retirada. Lo tenemos ahí, en observación. El no lo sabe. Está vigilado. Si trata de huir, hay consigna de darle un tiro.

Ahora recuerdo aquel buen hombre. ¿Qué será de él? No será difícil que esté muerto. Que sea uno de aquellos bultos humanos que, al correr del automóvil, encuentro en mi retorno, por las cunetas.

Ya en el centro del pueblo, por fin, veo a un amigo a las puertas de su farmacia. Entra y sale. Se pasea por la acera. Me saluda con una inclinación de cabeza. Le correspondo. Intento acercarme.
Mi acompañante me lo impide. Pregunto:
-¿También es “rojo”?
-El no. Pero la botica es de un “rojo”.

Me abruma. Siento en este momento la vergüenza de ser español. Mi condición humana se empequeñece. Se sonroja. Me cuesta trabajo contenerme. No gritarle al que va a mi lado:
-Si hemos de vivir así mucho tiempo, saca de nuevo la pistola. ¡Pégame un tiro en el corazón.

Acaso me contuve con la esperanza de poder contar estas cosas. Porque en estos instantes ya no pensaba en la familia. Ni en mi vida sin pan y sin techo. Acosado por la necesidad de salir de un pueblo para otro, sin más esperanza que una tierra muda y un cielo ¿en guerra? ¡No! Esta no es una guerra de hombres. Esto es una iniquidad. Un estercolero de sangre, donde los cuervos hediondos, quietos en los fusiles, hacen su digestión de piltrafas.



MUERTES PARALELAS
El destino trágico de los prohombres de la República.



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