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Los primeros días de guerra.

España a hierro y fuego (XVI).
Asturias, frente de guerra.
Por Alfonso Camín.

 

España a hierro y fuego (XVI).

Asturias, frente de guerra.
El alcalde de Castropol, el palacio de Sestelo.

Por Alfonso Camín.
Editorial Norte.
México, 1938.


 

Hacía dos años que yo no iba por aquellos pueblos. Ajeno a todo bando político, simplemente republicano romántico, español de cepa y asturiano de entre el Nalón y el Sella, es lógico que me interese por la suerte de mis amigos. Faltaba del grupo Angel el de Sestelo, amigo de mis mocedades en La Habana, con una gran posesión en aquellas cercanías y tan nobilísimo y apegado al terruño, que sólo por dar vida al pueblo gastó la mayor parte de su fortuna de América en la canalización de un río menor y en la instalación de una planta eléctrica que llevara la luz del progreso por todos los montes natales. El hombre había hundido allí cerca de un millón de pesetas. No las vale el pueblo. Pero era su pueblo, y por serlo, cambió un río de curso. Don Quijote, si fuera “indiano”, no cometiera mayores desafueros en honor de su serenísima señora la fregatriz del Toboso.

Mi amigo había retornado de América. La cazurrería aldeana, que sabe quién suelta el moco, le nombró alcalde de Castropol. No pudieron hacerle más daño. Esto le perdió. Había tenido que huir por los montes. Pero su fortuna, su palacio de Sestelo, su mujer y sus hijos, quedaban allí. Los escopeteros de la República, desde Vegadeo hasta Luarca, nunca pensaron que los invasores llegaran a cebarse en sus propiedades y en sus mujeres.

La realidad les demostró lo contrario. Ya era tarde. Ya se retiraban de Luarca y remontaban La Espina, batiéndose contra las columnas gallegas. Sus familias quedaron a merced de las tropas, que no perdieron tiempo:
-“Rojo” que divises, cabeza abajo.
Y los “rojos” eran todos los que habían votado por la República.

Más que contra el hombre de Sestelo, las iras iban contra la señora. A él se hubieran limitado a cortarle la cabeza. Y a decir después: “¡Qué lástima! Era un gran muchacho”. Pero a ella, a la alcaldesa de Castropol, radicada en Sestelo, era necesario despedazarla, repartir su piel blanca entre los “negros” del pueblo para hacer zapatos de novia. La mujer es cubana. Pero no importa. El cónsul cubano de La Coruña odia también a los “rojos”:
-Tú hazte la vista gorda. ¡Y a comer en Lhardy!
Y el vino en todas las cubas.

Las beatas, al evocar el nombre de la alcaldesa, se persignaban siete veces, espantando a los murciélagos con sus toquillas de aldea. La lobada ronda Sestelo:
-¡Una alcaldesa “roja”!

Más aspavientos de beatas:
-¡El no habría ganado nunca las elecciones!¡Fue ella! ¡La perra de Sestelo!¿Sabe usted qué hacía? Le entregaba a los votantes la mitad de un billete de cinco duros. Se quedaba con la otra mitad. Cuando se cercioraba de que habían votado por su marido, entregaba al votante la otra mitad del billete. ¡Mátenla, mátenla! ¡Esa mujer huele a azufre!

La mujer está presa en su casa, con centinela de vista. Unos dicen que es para que no se escape y celebrar un día de estos los funerales sangrientos. Otros, los “negros” de “Falange”, están irritados. Le han pedido la cabeza al comandante militar. El comandante se llama Cotarelo. Ejemplo rarísimo. Se niega a entregarla a los lobos.

-Ya está bien. Escarnecida y presa. Incomunicada y sola. Ya se le mandará al consejo de guerra.

Pero los “negros” rugen por propio instinto y por el consejo de las beatas:
-¡Exigimos su cabeza! Los que hemos matado en el pueblo tienen menos culpa, mucha menos culpa que la alcaldesa de Sestelo.
-A ésos, los matasteis por vuestra cuenta. Pero ahora, el comandante soy yo.
Se insubordina el jefe “negro”:
-¡Iremos por ella!
El comandante reconcentra la ira:
-En cuanto falte esa mujer de su casa, ya sé a dónde tengo que ir por usted y por su cabeza.
El jefe “negro” no se inmuta. Le responde con voz suave y rostro en neblina:
-No lejos de mi cabeza, aparecerá la de usted.
-Eso, ya lo veremos.

El comandante es de un pueblo vecino. Lo conocen todos. Tercian otros bergantes y las cosas quedan en paz.

Yo ignoraba estas cosas. Quiero saludarla en Sestelo. El amigo que me acompaña, el segundo de abordo de los “negros”, me dice:
-De ningún modo. No respondo de ti.
-Quiero hablarla por teléfono.
-Tampoco. No te lo aconsejo.

Ya no le hablo más del asunto. Me invita a ver el hospital de sangre. Quiere ensañarme el camino por donde entraron las tropas “negras” en tierra asturiana. Me cruzo en el camino con dos sinvergüenzas de Gijón. ¿Qué harán por aquí esos pajarracos? Mi amigo me dice:
-Esos son los encargados de recoger el oro para el gobierno de Burgos. ¿Los conoces?
-Sí, los conozco...
No le digo nada más. Uno de ellos es Gil Barcia, melquiadista y alcalde. De los más podrido. Escamoteador de presupuestos municipales. Chulo de mujeres. Borracho de taberna. No tiene fortuna. Y vive como hombre de rentas. Hombre de zancadilla. Su vida es un pozo negro. Debiera estar colgado. Pero está aquí. Representa al gobierno de Burgos...

¿Y esta es la España nueva? Mientras los “negros” hablan de una España imperial y jerárquica, sin deshonor y sin cacicazgos, piden la rubia cabeza moza, más o menos trivial y alegre, de la alcaldesa de Sestelo y pasan triunfantes esos truhanes de la sidra al vaso, sotas de la picaresca de la Villa de Jovellanos.



MUERTES PARALELAS
El destino trágico de los prohombres de la República.



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