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Los primeros días de guerra.

España a hierro y fuego (XV).
Asturias, frente de guerra.
Por Alfonso Camín.

 

España a hierro y fuego (XV).

Asturias, frente de guerra.

Por Alfonso Camín.
Editorial Norte.
México, 1938.


 



Cuando se entra en Vegadeo se entra en Asturias y se entra en la guerra. El pueblo es como una herradura de tierra en una pezuña de agua.

Antes de la guerra era Vegadeo el pueblo más industrial de la comarca. Lleno de vida, de hombres campechanos y de brazos fuertes y abiertos. Cantaba la vida en los yunques. El viento en los velámenes o el humo de las chimneas en el tronco del pino. En días de mercado, Vegadeo era una canción de zuecos sonoros y una estampa de borricos atados a las puertas del comercio, mientras adentro hacían sus compras los cuchilleros, los herreros y labradores de la montaña, sabios en estas forjas populares desde hace siglos y de cuyas artes humildes se alimenta el crédito de la ferretería asturiana en Cataluña, Andalucía y Castilla.

Ahora, Vegadeo es un desierto de casas ciegas sobre el camino. Por aquí han pasado, pasan y pasarán unos hombres arrastrando cañones que emplazarán aquí y allí, ametrallando todas las casas de contorno, los caseríos y las iglesias, las casas empinadas de los labradores, que pueden ser fortalezas en las colinas. Las barcas están arrumbadas, difuntas en el puerto. Quietas las preseas en la tierra. Muerto el arado sobre el surco. Sin son de esquilas el paisaje. Sin canciones los caminos. Sin siluetas de mozos las heredades. Todo es paisaje muerto.

Quizás hayan visto mi aturdimiento. Mi desorientación en un pueblo tan conocido por mí, cuando del Ayuntamiento salen, por fin, unos hombres armados. Son hombres conocidos de ayer, amigos de hace unas semanas, que es como decir de hace siglos. Porque hoy no se conoce a nadie. Las manos se han cerrado y el corazón es una alimaña huida. Sólo topamos rostros contraídos, endurecidos, como el agua que se hace hielo. En esas caras conocidas hay unos ojos extraños, cargados de odio y de miedo, de rencor y miseria. Es el rastro de la guerra, de los rencores de esquina a esquina. Sin el valor heroico de una verdadera guerra de combatientes.

Este pueblo me debe mucho. Yo he levantado la voz exigiendo justicia cuando, con motivo del puente proyectado desde Ribadeo a Castropol, se le cortaban las alas, afanosas de vida y de cielo abierto. Me lo han agradecido estos hombres. Estos mismos hombres que ahora se escurren para darme la mano. Son los catorce comerciantes de Vegadeo, interesados en el progreso del pueblo y agradecidos de mis campañas. Hoy, apenas me conocen. No conocen a nadie. Y ellos son todo el pueblo. El resto ha huido antes estas catorce caras feroces, uniformados y armados hasta los dientes. Por lo que veo, se han quedado sin enemigos como soldados de la España “Negra”. Pero como comerciantes se quedaron sin clientela. Tienen cara de enterradores. Porque para eso hay un intercambio magnífico. Los del pueblo señalan, pero no matan. Matan los que llegan de otros lugares. Los pistoleros de “El Centollo”. Los que llegan del “frente”, derrotados, y les piden los presos de las cárceles. Ellos no hacen nada. Están allí con el fusil al hombro, custodiando a un pueblo vacío. Si hay una docena de hombres, es en la cárcel del Ayuntamiento, hasta que vengan por la noche los lobos y se los lleven por los caminos.

El menos receloso se acerca a mí. Hablamos. Pregunto qué desmanes cometieron los “rojos”.
-Siete de nosotros estuvimos en la cárcel y nos soltaron al llegar las tropas.
Otro le corta la palabra:
-¡Nos hubieran matado a todos! Pero les faltó tiempo.
El que me habla, se calla. Sabe que todo eso es mentira. Que los propios carceleros recibieron la consigna de prepararle la fuga. Pero él no accedió a ello. Quiso esperar allí las tropas “negras”, que eran las suyas.

Tampoco asaltaron los bancos. Habían estado allí más de ocho días. ¡Pero les faltó tiempo! Para robar y cortar cabezas, según colijo ahora, es necesaria una gran práctica, como la que tienen las tropas “negras”.

Lo cierto es que los “rojos”, para evitar todo desafuero de las masas anárquicas, ordenaron que todo el dinero del comercio se depositara en el Banco Herrero. La Comisión, sin tocar prenda, se quedó con las llaves. Cuando evacuaron el pueblo, en medio del fuego, ante la superioridad del Ejército y de todas las mesnadas sueltas de la Galicia “negra”, la Comisión no se acordó de entregar las llaves de la caja.

-¡Caray!- dijo Dositeo, metiéndose las manos en los bolsillos. –Esos granujas se llevaron las llaves.
Dositeo tampoco se había acordado de pedirlas.

Los “rojos” pudieron tranquilamente incautarse del dinero, como ahora las tropas “negras”. Pero hay que creer a estos catorce bergantes. ¡Les faltó tiempo! Pudieron llevar la caja de caudales sin abrirla, empujándola sobre los camiones cargados de hombres y de dinamita. ¡Pero les faltó tiempo! Las tropas “negras”, además, no entraron por el puente. Aparecieron por los montes y vericuetos que están a la espalda de Vegadeo. Penetraron a sangre y fuego. Los escopeteros civiles salieron, por la carretera de la costa, hacia Castropol y Navia. Por el camino de tierra adentro rumbo a Boal y Doiras.

Lo malo es que luego descendieron al camino de Navia y allí dieron cara a las tropas. Los combates se sucedían de kilómetro en kilómetro. Las tropas “negras” tenían muchas bajas. Pero los “copos” de la retaguardia eran mayores.
-Nos han matado tres hombres. Saquen de la cárcel a diez.

Ellos sí tenían tiempo para todo. En Vegadeo, con la ayuda infalible de los santos guardianes, comenzaba la siega. Unos veinte muertos en Vegadeo: dieciséis hombres y tres mujeres. Los “copos” se hacían en las casas. Después hablaba la noche de los caminos.

Los “rojos” carecían de imaginación. Del tiempo que ahora tienen los “negros”. Si hay en ellos imaginación y tiempo, también inventan “El Centollo”. Y con “El Centollo” y unos fusiles hubieran tenido tiempo para todo. Pero entonces yo no habría encontrado a tantos hombres de “orden” con el arma al brazo.

Entre los catorce ogros que han tomado el pueblo por una finca de propiedad “nacionalista”, en la que los escasos habitantes que no pudieron huir fueran simples conejos y ellos los guardabosques, destaca el viejo Dositeo con sus bigotes alquitranados. Siempre sentí por este hombre cierta pena y afecto. Empleado del Banco de don Ignacio, fue el cacicón del pueblo durante la dictadura de Primo de Rivera y se calentó su reuma con las últimas ascuas de la monarquía española. Pero tenía un afán: el engrandecimiento de Vegadeo. Esto le disculpaba ante mis ojos, a pesar de su alma rupestre, mucho más vieja y sombría que las Cavernas de Candamo.

Con la llegada de la República, rodó de su puesto como esos peñascos llenos de hiedra que se derrumban con los deslaves. Cierto que Dositeo fue siempre una zorra vieja, nublados los ojos grises por un afán de desquite y de exterminio del pueblo. Pero nadie se debe ensañar con las zorras domésticas. Y Dositeo había pasado de ser zorra libre, desvastadora de gallineros, a ocupar un sitio sosegado en el Parque Zoológico de la política asturiana. Me dice que ha estado preso. Después, agrega, mirando turbiamente hacia los montes desolados:
-¡Hay que matarlos a todos! Si vuelven, no dejan uno.
Y se mete en su banco, como zorra envuelta en su cola. Medita cómo ha de abrir la caja de hierro.
-Llamaremos a Vulcano.
Vulcano ya está en camino. Trae su fardo de herramientas. Es un buen hombre, trabajador infatigable, que tiene allí unos talleres.
Pasa por mi lado y me dice, tiznado como un hombre de mina:
-Hay que someterla al fuego.



MUERTES PARALELAS
El destino trágico de los prohombres de la República.



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