España
a hierro y fuego (XII).
Dos
días en La Coruña.
Por
Alfonso Camín.
Editorial Norte.
México, 1938.
Mañana
pienso hacer un viaje a La Coruña. Quiero
visitar unos amigos, unos clientes de mi periódico.
Ya presiento que no hay amigos, que no hay periódico.
Pero yo tengo que subsistir. Mientras me sea posible,
no quiero sentar plaza de verdugo, que es a lo único
que se pueden dedicar los hombres de la retaguardia que
hemos quedado desmantelados en los caminos.
El
día, cada día que pasa, es más desesperante
y monótono. La noche tiene inquietudes...
Cuando
subo a mi cuarto, veo que un pobre viejo se refugia acosado
escaleras arriba. Según oye las voces abajo, en
el comedor del hotel, siente una nueva zozobra. Sube un
escalón más. Es un hombre encanecido. No
se le ve más que la cabeza blanca en la sombra.
Abajo
dicen:
— ¡Que no se le vea otra vez en la calle!
Un "requeté" gallego que se va a incorporar
como voluntario y que volveré a ver en León
con rostro de arrepentido, me explica el caso. Se trata
del suegro del hotelero. Es el abuelo de aquellos dos
niños que retozan por la casa durante el día,
ajenos al drama del viejo.
El
abuelo vive en la aldea. Llegó del pueblo corriendo
hasta la casa de su hija. Es socialista y lo persiguen
los "negros". Su nombre encabeza la lista:
—Este, de los primeros.
Ya muchos de sus correligionarias aparecieron
muertos por las callejas. El logró huir. El comandante
ha prometido al yerno respetarle la vida:
—Pero, que no salga de casa. Si lo ven los del pueblo,
hay que entregarlo.
El
viejo se aventuró a salir hoy a la calle. Los espías
lo vieron. ¿Cuál? Este, o aquel otro. Es
lo mismo. A veces, es aquel que nos debe unas pesetas
y ahora tiene ocasión de saldarlas. Basta con una
denuncia anónima. ¡Y otra cabeza al camino!
La
voz de abajo amenaza:
—¡Que va haber que entregarlo!
El viejo sube unos escalones más. Piensa en la
muerte. En la noche, en los tiros. Se le enfría
la nuca.
Por señas le digo que entre en mi cuarto.
El "requeté" me aconseja:
—No es prudente. Esperemos.
El jefe de la ronda se despedía del yerno y salía
a la calle.
—Por esta noche está usted salvado. No salga
a la calle —le dijo el «requeté».—
No juegue con la cabeza.
El viejo nos miró todavía asustado.
—Si sale otra vez, habrá que entregarlo.
Ya lo oyó usted— remató el «requeté».
No
hay salvación sin desgracia. Especialmente, en
esta guerra.
Durante aquel diálogo, a media noche, entre los
militares y el dueño, llegaba a dormir uno de los
huéspedes. En vez de subir a su cuarto, se enteró
del suceso y esperó el desenlace en el corredor.
Es un viajante de comercio, y se llama Bahones.
—Y usted, ¿qué hace aquí? —
le dijeron.
—Es un huésped— contestó el
dueño por él.
—¿En la calle a estas horas?
—Vengo de casa de unos amigos.
Fue detenido como sospechoso. En su cuarto encontraron
un papel en el que Bahones copiaba unas palabras de la
radio.
—Esto es de "La Pasionaria". Cuando lo
copia, por algo es. Se trata de un "rojo".
Un
año después seguía preso en la cárcel
de Lugo. La mayoría de sus compañeros —cientos,
miles— que han pasado por la cárcel, ya duermen
el sueño eterno, sin más delito que el de
Bahones.
Cuando salga, si sale, aun le dirán los "negros",
con ese gesto de perdonavidas que ponen todos los traidores
a España:
—Ha tenido usted suerte.
Y Bahones dirá que sí. Que está muy
agradecido. Porque lo contrario será volver a la
cárcel. Y de la cárcel, a servir de abono
a la tierra.
Llegan
noticias de los "Legionarios del Tercio Gallego"
que fueron a la toma de Irún. Los manda el monárquico
Borja De Quiroga.
—Se están batiendo como leones —claman
los "negros" jubilosos.
Son los que toman el Fuerte de Santa Bárbara. De
La Coruña partieron entre clamores y entre banderas.
Entiéndase bien: entre los clamores de las gentes
de campanario y de la Cámara de la Propiedad Urbana.
El resto de la ciudad ve todo aquello con dolor y con
asco. Veremos los que llegan. Será un buen dato
para saber lo que cuestan las plazas en esta guerra.
Comienzan
a saberse las matanzas de la toma de Cáceres y
de Badajoz. Galicia no ha pensado en ametrallar
al pueblo en la plaza de toros. ¿Para qué?
Las cuadrillas de la muerte rondan por los senderos para
caer de noche sobre los pueblos dormidos. Tienen sus barcos
en el puerto. Los barcos también son tumbas.
Durante
mi viaje a La Coruña voy encontrando, aquí
y allí, automóviles quemados, camiones y
autobuses hechos astillas. Los "señoritos"
de la guerra los han arrebatado a sus propietarios. No
saben guiarlos o van borrachos. Y éste es el saldo.
He visto unos treinta automóviles destripados en
una distancia de cien kilómetros.
En el vértigo de la velocidad también anda
el diablo del miedo. ¿Qué haremos con todo
este miedo que se ha apoderado, en unas horas, de media
España? ¡Ya vienen los moros! Ya viene el
Tercio de Marruecos, a galope sobre charcos de sangre,
segando vidas por los pueblos blancos del Sur. ¡Pero
esto no basta! Nos amengua la pesadilla. El miedo crece
como una columna de humo negro. Y contra este miedo, no
hay más que dejar a España desierta.
Cuando
paso por la carretera que hay entre Rábade y Bahamonde,
me señalan el sitio donde apareció el cadáver
destrozado de la señora del Gobernador de La Coruña.
La hierba disimula, piadosamente, la sangre muerta y cuajada.
Pienso si la habrán devorado los cuervos.
-No. A los pocos días pidieron permiso y la enterraron
unos vecinos.
Cuando cruzo por Guitiriz las gentes se asoman, temerosas,
a las ventanas. Seguramente piensan:
—¿A dónde irá este loco?
Porque tropas sí pasan. Pero las gentes civiles
aun no se atreven a emprender viaje.
En
el Balneario de Guitiriz, con la disculpa de las buenas
aguas, se han encuevado algunas personas ricas. Allí
está Manuel Caduerno, el aspirante a verdugo de
Pola de Allande. Y mi amigo don Ulpiano, una de las firmas
más fuertes de Asturias, a quien, disculpándose
con la estrategia, los “falangistas”
quemarán sus almacenes de Oviedo y perderá
un millón de pesetas. ¡Pero el caso es salvar
España! ¿Verdad, don Ulpiano?
El
capital se defiende así. ¡Lo demás
son tonterías! ¡Andarse por las ramas y dejar
a España a merced de los “bolcheviques”!
¡A ver! ¿Qué extranjeros hay aquí?
Ninguno. La voz que diga que las baterías de El
Ferrol, a falta de hombres de confianza, las mandan los
alemanes, tendrá un sitio para enfriarse en el
pinar cercano, en la playa de Riazor de La Coruña,
lugar de hallazgos macabros. Enmudecerá como Galileo.
Se le cortará la lengua como al senador Belisario
Domínguez en México durante la sangrienta
sublevación del general Victoriano Huerta, padrino
de sangre de Franco.
Pero
los verdugos de Galileo morirán, y Galileo no.
Su gran verdad seguirá siendo por los siglos de
los siglos, como una estrella en derredor del Cosmos:
"Y, sin embargo, se mueve". Morirá Victoriano
Huerta, encanecido y borracho, lejos de la patria y aborrecido
del mundo, mientras que el Apóstol Madero y Belisario
Domínguez viven en calles y en esculturas a todo
lo ancho del solar mexicano.
El
Sanatorio de Guitiriz pronto quedará vacío
de hombres acomodados. Se necesita para hospital. Vienen
muchos heridos de Asturias.
En las afueras del pueblo hay que parar. Conozco al centinela.
Es de Aviles. Sus padres perdieron su fortuna y su crédito
en pleitos malos. Pasaba hambre y se metió a soldado.
Paga culpas ajenas. Me puse más triste. Hablamos:
—¡Lo que va de ayer a hoy!— me dijo.
Yo le di ánimos.
Unos
kilómetros más adelante, mal vimos en la
penumbra un grupo de "negros" que registraban
las malezas. Uno saltó a la carretera, apuntándonos
con el fusil. Esperamos la descarga. Pero no. Paramos
y, cuando se cansó de apuntar, se acercó
a nosotros. Me dice, con ceño duro, que va hasta
Betanzos. Toma asiento a mi lado y, viendo que mi gesto
no se altera por nada, ni por el fusil, que abandona con
la boca hacia mí, también desarruga el ceño.
Es un mozo de pómulos duros, bajo y fuerte, sin
asomo de espíritu. Nació como las peñas.
Y no las traiciona. Es una piedra más que ha rodado
al camino con un fusil encima.
—Hemos cogido —me dice— unos
cuantos "rojos" y ya están "despachados".
Mis compañeros se quedan ahí. Dicen que
hay más. Les seguimos el rastro a las mujeres cuando
les llevan las comidas. Los atrapamos como a perdices.
De noche, suelen bajar a dormir, y caen como liebres encandiladas
por los fusiles.
—¿Qué,
llevan armas? ¿Se defienden?
—¡Nada! Ruedan como conejos. No se les encuentran
armas, pero son “rojos”. ¡Hay que acabar
con todos ellos!
Cuando sabe que soy asturiano, me habla del copo
de Leitariegos. Se relame como un lobezno.
—Por aquí, hacemos lo nuestro— me dice.
Llegamos
a La Cuesta de la Sal, entre Guitiriz y el puente de La
Castellana. Me indica el lugar donde, hace unos días,
han sido fusilados siete paisanos. A uno le apuntaron
mal y quedó mal herido. Unas horas después,
cuando pasó un camión de pasajeros, se le
pudo salvar la vida. Pero un militar, que descendió
con los adoloridos para ver el espectáculo, se
interpuso y dijo: "Dejadlo ahí que se muera".
Y amenazando con la pistola, increpó: "Al
que se acerce, lo mato".
Y allí quedó el hombre, con las manos sobre
la herida y los ojos suplicantes hacia el camino. Hasta
que se quedó muerto, como los demás.
—No
hay que dejar uno— repetía el mozo.
Quédense aquí estos hechos para la nueva
Historia de Galicia.
Cuando
llegamos a Betanzos, se encienden las luces. El ambiente
es tenebroso. El soldado "negro" se baja. Salgo
del pueblo por sobre el puente volado por los vecinos
al acercarse la tropa —ahora mal compuesto con unos
tablones—, remonto la curva que me eleva sobre Betanzos,
contemplo un buen rato, a mis espaldas y en el fondo,
la ría, fajón de plata en la sombra. Y llego
a La Coruña ya bien entrada la noche.
Durante
el camino, el aire tibio venía hediendo a muerto,
mal disimulado por la fragancia de los pinares. Ahora
el aire, ya mezclado de pinar y marisma, huele a almacenes
de drogas. Es el Sanatorio de Oza, todo lleno de heridos
de los “frentes” de Asturias.
—Hoy
vamos a atacar.
Y parece que los atacan a ellos. Porque no se ven más
que ambulancias de la Cruz Roja volver hacia La Coruña.
En
La Coruña no hay entusiasmo. Ya lo dicen los "negros".
—La Coruña es una ciudad roja.
Uno de mis mejores amigos tiene un hijo con los Legionarios
Gallegos del "frente" de Irún y otro,
ya con el grado de sargento, de la otra parte: en Madrid.
El hombre es un dolor, un silencio cargado de angustia.
He aquí el retrato de España. A estos hermanos
no los dividen las ideas. No son más que dos piedras
que, al reventar el barreno, caen en distintos cercados.
Compruebo
los cañonazos que dispararon las tropas "negras"
al viejo edificio del Gobierno Civil. Tiene varios
boquetes en los muros que dan al mar. En el suelo, las
piedras y los escombros. El viejo caserón mostrará
durante mucho tiempo sus cicatrices de guerra.
En la esquina del callejón estrecho que sale al
puerto donde aún está la Comisaría,
hay señales de pegaduras de cemento.
—Aquí se hicieron trincheras.
—¿Y con qué gente?
—Con una pequeña parte de los Guardias de
Asalto.
Mi interlocutor es gallego. Hace una pausa.
—Era del todo imposible la defensa. La artillería
hubiera convertido en escombros todas las casas.
—¿Y La Coruña.
¡Qué les importa a ellos La Coruña!
Más tarde me entero de muchas cosas con
relación al drama de La Coruña, ciudad absolutamente
republicana, sujeta al terror de las tropas "negras"
y de los capitalistas ceñudos, con fusil y la Cruz
de Santiago.
Sólo durante el primer mes logran evadirse numerosos
republicanos. En barcos ingleses. Subir a un
barco alemán era ascender al patíbulo.
No obstante el sentido humano de los oficiales de la Marina
inglesa, era necesario adoptar medidas tan extrañas
para la evasión, que si el momento no fuera tan
trágico, rayaría en lo más cómico.
Algunos
hombres de Ribadeo y de la provincia de La Coruña,
logran salir por el puerto, a condición de penetrar
en las bodegas del barco en cajas y baúles. Claro
que adentro había personas amigas para poner las
tapas con la señal hacia arriba. ¡Para evitar
la asfixia! Los pescadores y mujeres del puerto les preparaban
de este modo la fuga. Los fugitivos ya venían embalados
desde el hotel o la casa. Los traían en carretilla.
Pero se descubrió el juego.
—Fusilaron catorce mujeres y media docena de hombres,
en cuanto se supo—me dicen en La Coruña.
No
siempre salían estas fugas a pedir de boca. En
cierta caja iba un arquitecto gallego. La caja se depositó
en un camarote de primera. El hombre era tan largo, que
apenas cabía en la caja. ¡Tuvo que estar
boca abajo más de dos horas! La ronda de la muerte
andaba cerca y era un peligro abrir el cajón. Cuando
fueron en su auxilio, ya estaba medio asfixiado. Si tardan
media hora más, no hay hombre.
Otra
vez, ya el barco británico se creía libertado
de los jóvenes «negros» armados, cuando
le obligaron a parar, antes de salir de bahía.
Era necesario, según el lenguaje marinero, hacer
un sondeo. Había una confidencia. El delator iba
allí para delatar a la presa.
El
fugitivo es un mozo abogado. Se creyó libre en
el barco y abandonó el cajón, como abandona
la cáscara del huevo el pollo de codorniz. Los
que le conocen, no saben cómo salvarlo. El mozo
no se arredró. La cosa era seria. Se metió
con los chinos lavanderos, sacó unos billetes,
y no hubo que hablar más. Poco después,
formaban las pasajeros en la cubierta del barco, en fila
india. Hicieron lo mismo con la tripulación. Los
perseguidores andaban locos. ¡Ni rastro del abogado!
—¡Sí,
lo vi yo!— afirmaba el delator por lo bajo.
Cuando el barco se echó a la mar, los oficiales
hicieron formar a los chinos. Habían visto un chino
de más.
—Aquí hay trampa—dijeron con el más
serio de los humorismos.
Los chinos se justificaron, quitándole el disfraz
al mozo republicano español. Era un chino perfecto.
Si no lo disfrazan tan a la medida, no cuenta la aventura.
Los ingleses rieron. El hombre llego a La Habana. Después
marchó a Nueva York. Nadie le ha vuelto a ver.
Hay quien asegura :
—Volvió a España y cogió un
fusil.
¡Vaya por los muchos "negros" "falangistas"
y oficiales del Ejército que han salido de Madrid
documentados o al amparo de las Embajadas y, a los pocos
días, pasan al campo "negro" con mando
de fuerzas y con los croquis de las trincheras que defienden
Madrid! Por mucho menos se fusilan los hombres en masa
en el campo "nacionalista".
Tropiezo
en el Cantón Viejo con otro buen amigo, tratado
en otras zonas, en paisajes de paz.
Viene del Ferrol:
—¡Qué quiere usted que le diga! Estoy
espantado. Todos los días fusilan veinte, treinta,
cincuenta. ¿A dónde irán estos hombres?
Hay, inclusive, casos como el del Comandante de Sanidad,
que clama a los cielos. Era un médico
de Sanidad militar retirado, muy conocido en El Ferrol.
Unos días antes de la sublevación, escribió
una carta a Giral, a la sazón Ministro de la Guerra.
En ella le dice que se nota bastante inquietud en el Ejército.
Que se conspira a ojos vistos contra la República.
Pero que supone que ha de tratarse de otra militarada,
como la de Sanjurjo en Sevilla, que fracasó. ¡Volverá
a tirar el fajín con asco en el Parque de María
Luisa!— le agrega el médico al ministro.
La
carta no llegó a su destino. Corrió la suerte
de la de aquel embajador en el Brasil, dirigida a Alvarez
del Vayo, que le costó la renuncia y además,
¡un proceso en Burgos!
Sometido el médico militar al Consejo de Guerra,
el defensor quiso salvarle diciendo que era un irresponsable.
Que tenía informes de que estaba chiflado, embebido
en los nuevos libros de la Andante Caballearía:
la Teosofía y el Espiritismo.
—Un hombre —argumentaba,— un militar
que lee esas cosas, es que ha perdido el juicio.
Pero el médico pidió la palabra.
Se levantó del banquillo airadamente para demostrar
que él estaba en su juicio perfecto y que el Tribunal
era el que no se encontraba ni en su sitio ni bien del
seso, puesto que venía a juzgar un hecho anterior
a la sublevación del Ejército.
Para constancia de lo que decía, mandó leer
el documento y, además, el artículo del
Código Militar que razonaba estas cosas.
Terminada la lectura, se levantó el acusado y dijo:
"Ya lo ven ustedes. Pido mi inmediata libertad y
la disolución de los miembros del Consejo de Guerra".
—¿Y qué pasó?
—¡Que lo fusilaron! Los locos que razonan
son peligrosísimos, desde Cristo a Miguel de Unamuno.
Hay un silencio amargo entre nosotros.
Como si dos hombres civilizados vieran, de pronto, que
se ha perdido el tiempo, España es una selva.
Me habla del barco "Plus Ultra", que cargaron
en La Coruña de prisioneros civiles.
—Sí, ya lo sé. Lo llevaron al Ferrol.
Había en él trescientos presos, y en lo
que va del mes, quedó vacío. Entre ellos,
López Bouza, presidente de la Diputación,
y el médico Quintanilla. Estos sentenciados a treinta
años. ¿No es eso?
—Eso mismo.
Me
voy de La Coruña, ciudad que, aunque quiere disimularlo,
también ha perdido el pulso.
Por aquí vino el general Cabanellas, y al comunicarle
los presos que había, se mesó airado la
blanca barba masónica:
—¿Y qué hacéis con ellos?
—Lo que usted diga, mi general.
—En cuanto yo me vaya, que no quede uno.
En
el puerto merodean dos cruceros alemanes. Entran
y salen. Sestean. Vuelven a salir y a entrar. La ciudad
se asquea de este noviazgo a la fuerza. Pero los tutores
"negros" le ponen en las manos la bandera alemana
y la obligan a hacer carantoñas a los rubios marinos
germanos.
—¡Arriba Alemania!— gritan los "negros"
en Galicia.
—¡Arriba Espagnia!— contestan, despectivos,
los invasores.
MUERTES PARALELAS
El destino trágico de los prohombres de la República.
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