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Emilio Castelar.
Por Eduardo Barriobero


Emilio Castelar


Por Eduardo Barriobero

 

Su figura fue gallarda hasta en sus últimos años; sobre todo, en la tribuna, en donde parecía crecer y su cabeza mostrábase como aureolada de gloria y de triunfo. La estatua modelada por Barrón lo representa con acierto.
En el trato íntimo era de una candidez infantil. Desconocía la suspicacia y el doble fondo.
Estimaba poco el dinero; pero le gustaba gozar de todos los sibaritismos. No bebió licores; pero amaba los vinos generosos, si bien los bebía con cierta sobriedad. Era excelente gastrónomo y prefería la cocina española a la italiana y a la francesa.
Era débil de carácter, salvo en lo que constituía sus principios y en lo que afectaba a su formación filosófica, literaria y política. En este terreno, escuchaba con afabilidad los consejos y los requerimientos; pero ateníase al propio criterio, que fue siempre vacilante y contradictorio. Muchas veces padeció de errores, pero los defendió y los cantó con grandeza.
Amó siempre la libertad y la democracia, pero no siempre supo darles fórmulas adecuadas para que arraigaran en el corazón de aquel pueblo que le oyó como a un oráculo.
No se casó ni se sabe de mujer alguna que se adueñara de su corazón; pero es injusto deducir de aquí las conclusiones que sobre su afeminamiento estableció la maledicencia. Consta, por el contrario, que muchas veces hizo vibrar sus nervios la belleza femenina y que no fue el misticismo ni fueron extravíos patológicos lo que le apartaron de los templos de Himeneo.
Su voz, contra lo que se ha dicho, lejos de ser chillona y desagradable, era dulce y armoniosa, como la de un buen barítono fuerte en los agudos.


El Registro Civil

Nació en Cádiz el día 7 de septiembre de 1832 y fueron sus padres don Manuel Castelar y doña Antonia Ripoll, que habían contraído matrimonio en Alicante en el año 1814.
Murió en San Pedro del Pinatar (Murcia), en 25 de mayo de 1899.
Fue a la escuela de primera enseñanza en Elda, gran pueblo fabril que le recuerda amorosamente. Cuando tuvo la edad adecuada, estudió el grado de bachiller en el Instituto de Alicante, pasando después a Madrid, en donde estudió Derecho y Filosofía.
Aún no contaba dos años cuando perdió a su padre y quedó a cargo de su madre y de su hermana Concha, que acababa de cumplir los dieciocho.
Carentes en absoluto de recursos económicos, decidieron aquellas dos santas mujeres trasladarse desde Cádiz a Elda, buscando el amparo de doña Francisca María Ripoll, hermana de doña Antonia, en la que encontraron un noble corazón y un hogar, si no opulento, por lo menos bien abastecido, del que pudieron disponer como de cosa propia. (…)

Su infancia. Un presagio

La alta mentalidad de Castelar se mostró en los primeros años de su infancia, con destellos de una precocidad inteligente, y fue acertadamente observada por aquellas mujeres, que no habiendo encontrado en Elda un preceptor a su gusto, trasladáronse a Sax, en donde vivía un gran discípulo de Pestalozzi llamado don Pedro Varela, que gozaba de gran fama en aquellos contornos.
Su desmedida afición a la lectura, su poderosa retentiva y la exuberancia de su frase, hicieron exclamar al maestro, apenas transcurridos dos meses de su lección: “Este niño será la estrella polar de Europa”.
Don Pedro Varela le enseñó el latín con la perfección de que acostumbraban a usar los antiguos dómines, y bajo su guía, cuéntase que tradujo a los diez años de edad las Epístolas de Horacio y los Comentarios de Julio César.
Durante los estudios de bachillerato, comenzó a precisarse su vocación, pues mientras en las asignaturas de Letras obtenía continuos y brillantes triunfos, en las de Ciencias no hacía sino defenderse en las batallas de los exámenes con su natural elocuencia.
Terminó Castelar su grado de bachiller y a punto estuvo de no pasar de él, puesto que los recursos de su generosa tía no eran suficientes para costearle los gastos de una carrera; pero se interesaron el maestro y sus amigos, y pronto hubieron de facilitar, entre todos, los medios necesarios para evitar el que se malograra o quedara sin cultivo aquella inteligencia prodigiosa.
Emprendió de nuevo la familia su peregrinación a la Corte (…). Después de una breve estancia en Teruel, en donde doña Antonia tenía otra hermana casada con un modesto funcionario de Hacienda, a instalarse en una modestísima habitación de la calle de San Bartolomé. (…)

Su adolescencia

Volvamos a la modesta casita de la calle de San Bartolomé. Emilio, bajo la tutela de su madre y de su hermana, estudia con verdadera devoción, no sólo los textos de Filosofía y Letras que le prescribe la disciplina universitaria, sino todos los libros y todos los papeles que caen al alcance de su mano.
Ha cumplido los dieciocho años. La pobreza de su casa se refleja en la palidez de su semblante y en la contextura de su cuerpo enfermizo. Dijérase que sólo tiene alma y voluntad puestas al servicio de su deseo insaciable de saber.
Le aguija, además, la necesidad de aportar recursos económicos al acervo de la familia.
Se le ofrece ocasión de hacer oposiciones a una plaza modestamente remunerada, y a favor de ellas, el 30 de septiembre de 1851, es nombrado alumno de la Escuela Normal de Filosofía, en la sección de Literatura. El cargo era análogo al de los antiguos repetidores y a de los actuales catedráticos auxiliares. A cambio del sueldo anual de mil pesetas, tenía la obligación de suplir, durante sus enfermedades y ausencias, a los profesores de Literatura latina, Griego, Literatura general y Literatura española. Todo, como se ve, por tres pesetas diarias.
Pero estas tres pesetas no sólo fueron el alivio de perdurables escaseces, sino que fueron, además, una renta de honor que hizo exultar de alegría el corazón de aquellas santas mujeres.

La revelación de Castelar

España sintió una vez más el ansia, tan pocas veces lograda, de regirse democráticamente y de reconocer al pueblo el poder y la facultad de darse sus leyes. Por virtud de esas antinomias tan nuestras, era un general el encargado de izar el pabellón de las libertades: Espartero, duque de la Victoria, coronado por los laureles legítimamente ganados en las luchas contra el carlismo, era el ídolo popular y el verbo del partido progresista. Para preparar la opinión a unas elecciones, que habían de determinar el arribo de la democracia, se organizó en el por entonces nuevo teatro de la Plaza de Oriente lo que hoy llamaríamos un mitin, al que asistió la plana mayor del progresismo: Madoz, Olózaga, Aguirre, Calatrava, Gonzalo Morón y otros de no menores méritos. La gente se apretujaba en la platea y en las galerías, junto a las puertas y hasta en la calle.
En el momento de mayor solemnidad y cuando uno de los grandes maestros de la elocuencia progresista, no extinguida aún, hacía la apología de la libertad, de entre la muchedumbre surgió una voz: “¡Emilio Castelar pide la palabra!”
Todas la miradas convergieron con gesto de reproche en el punto de donde la voz saliera, y aún algunos gritos exteriorizaron la protesta con el hecho insólito de que se interrumpiera de tal modo un discurso en el que, como cuentas de vidrios policromos, engarzábanse los párrafos redondos y sonoros.
El disgusto del pueblo fue aún mucho mayor, cuando, habiéndole llegado su turno, vieron alzarse un niño casi imberbe, delgado de cuerpo, paliducho y sin arrogancia en el gesto.
La palabra “osado” vibró en todos los labios; pero pronto se calmó aquella tempestad de indignaciones cuando, pronunciando a media voz el saludo, clamó con entonación tribunicia:
“Voy a defender las ideas democráticas, si deseáis oírlas. Estas ideas no pertenecen ni a los partidos ni a los hombres; pertenecen a la humanidad. Basadas en la razón, son como la verdad absoluta y como las leyes de Dios, universales. Por eso la persecución no puede ahogarlas, ni la espada del tirano vencerlas, pues antes de que el tiempo desplegara sus alas fueron escritas, en libros más inmensos que el espacio, por la mano misma del Eterno. (…)”
Este discurso lleva la fecha de 22 de septiembre de 1854. Trece días antes había cumplido Castelar los veintidós años.
Desde aquel momento su nombre dejó de ser oscuro y fue ya pronunciado con veneración por todos los devotos de las ideas, por entonces modernas, de libertad y de democracia.
Sixto Cámara, que inspiraba el periódico titulado La Soberanía Nacional, lo llevó a la Redacción; pero tuvo que mediar Martos para convencerlo, pues alegaba no tener tiempo, puesto que todas sus horas estaban distribuidas en la tarea de dar lecciones particulares, lo que le proporcionaba un rendimiento de cien pesetas mensuales. Ofreciéronle la misma cantidad en el periódico, y tales méritos reveló, que al pagarle el primer mes le dieron veinticinco duros, con gran sorpresa suya, pues consideraba aquella cantidad poco menos que fabulosa.
Por discrepancias de criterio con Fernando Garrido, de La Soberanía Nacional pasó a La Discusión, que dirigía el inolvidable don Nicolás María Rivero.

Un rigodón de mal agüero. Castelar Catedrático

Las veleidades de Isabel II, entre otros estragos de mayor monta, causaron el de dar a la política española una inestabilidad y una vacilación incompatibles con el estudio y mucho más con la resolución de los problemas nacionales.
En octubre de 1856, cuando más seguro se consideraba en el Gobierno el general O’Donnell, domador de las corrientes democráticas y entronizador de la reacción más descarada, antojósele a la reina un Gobierno más reaccionario todavía, y al efecto, pensó en Narváez, insustituible para estos sanguinarios menesteres.
Solemnizaba Isabel II el vigésimosexto aniversario de su nacimiento, el 10 de Octubre de dicho año, con un baile de gala en el regio Alcázar, y al comenzar el rigodón de honor, cuando el conde de Lucena se acercó a ofrecerle su brazo, lo rechazó con gesto altivo para tomar el del duque de Valencia. Los invitados aplaudieron la gracia mayestática y en aquella misma noche se consideró la crisis como un hecho fatal e ineludible.
En efecto, al día siguiente, el Gobierno presentó su dimisión, que le fue admitida con regocijo, y se constituyó a continuación el nuevo Gabinete presidido por Narváez, del que formaban parte, entre otros, Pidal, Nocedal, Lersundi y don Claudio Moyano, designado para la cartera de Fomento, a la que estaba entonces adscrita la de Instrucción Pública.
Castelar, que había adquirido ya reputación de orador elocuentísimo, con las conferencias que explicó, alternando con Martínez de la Rosa, Olózaga y Alcalá Galiano, en el Ateneo, situado entonces en la calle de la Montera, hacía en aquella sazón oposiciones a la Cátedra de Historia de España en la Universidad Central. La opinión unánime le adjudicaba el número uno, y por unanimidad fue propuesto por los jueces en el primer lugar de la terna.
Un momento se temió que la conveniencia política le negase la justicia y se exteriorizaron contra él las protestas más violentas y los más duros anatemas; pero don Claudio Moyano, a pesar de su espíritu netamente reaccionario, no vaciló en otorgar a Castelar el merecido galardón.

Castelar periodista. Castelar condenado a muerte

Desde su ingreso en La Soberanía Nacional, descubrióse en Castelar aptitudes admirables para el periodismo, y de él no se apartó hasta el final de su vida.
Cuando el Ministerio Miraflores preparó unas elecciones con la opinión férreamente amordazada y sujeta a censura, dividióse el criterio de los republicanos, pues mientras unos pretendían que se debía de acudir a las urnas, abogaban otros por el retraimiento. Entre estos últimos figuraba Castelar, y ello fue causa de que se apartase de Rivero y La Discusión, para fundar otro diario republicano que se tituló La Democracia.
Cádiz proclamó la candidatura de Castelar, y el éxito era, sin duda, para él segurísimo; pero atento a su criterio de abstención, dirigió a sus electores una carta-manifiesto en donde exponía los motivos de la renuncia a su candidatura. Le secundó Orense, que también tenía segura su elección por un distrito de Palencia. Los dos ilustres republicanos hicieron entonces un viaje de propaganda por Cataluña y Valencia, con un éxito maravilloso. “Castelar –dice un historiador de la época- era a la sazón el más asombroso facedor de republicanos que se haya visto ni se pueda volver a ver nunca. Su cátedra, llena siempre de bote en bote, le servía de incomparable arma propagandista. El que le oía allí una vez, ya no podía perder el vicio de volver y salía hecho más republicano que el propio Sixto Cámara.”
El día primero de Enero de 1864, salió a la luz el primer número del periódico de Castelar, La Democracia. Era un diario de un tamaño muy superior a los de su tiempo y con un cuerpo de Redacción selecto y numeroso. Sin embargo, como no estaba sostenido por una empresa y entonces apenas se pagaba la publicidad, su vida fue lánguida y difícil.
La ley de Imprenta, imaginada por el que era entonces “el joven y aprovechado autor del programa de Manzanares”, don Antonio Cánovas del Castillo, acabó con La Democracia y con casi todos los periódicos de izquierda.
Si por otros motivos no fuera gloriosa la historia de este periódico, lo sería por haber publicado el artículo de Castelar titulado El Rasgo, en el que se aludía valientemente a la cesión del patrimonio hecho por la reina.
Otro periódico, dirigido por el farmacéutico Calvo Asensio, fue por entonces asilo y pabellón de los revolucionarios: La Iberia.
El 22 de junio de 1866, cuando O’Donnell ejercía el Gobierno por tercera vez, acaeció la sublevación del cuartel de San Gil, que se propagó rápidamente a otros centros militares.
Los revolucionarios de La Iberia, en la parte norte de Madrid, levantaron numerosas barricadas, y en una de ellas se vio a Castelar con el fusil al brazo, batiéndose denonadamente contra el Gobierno.
Después de una lucha encarnizada, no sólo a tiros, sino con arma blanca y cuerpo a cuerpo, el Gobierno logró vencer la Revolución y desató su sed de venganza contra los vencidos. Declaróse el estado de sitio en casi todas las provincias, y los Tribunales marciales comenzaron su tarea, haciendo fusilar treinta y cuatro sargentos, diez y nueve cabos y soldados de artillería y dos paisanos. Condenaron, además, a muerte, pero por fortuna pudieron escapar al extranjero, a Becerra, Aguirre, Carlos Rubio, Castelar, Sagasta, Martos y a otros muchos militares y paisanos. Cuando comenzó la represión, anunció la reina a su Gobierno que había de negarse terminantemente a firmar ningún indulto.

Castelar, parlamentario

Pero la revolución vencida en 1866 triunfó en 1868, y convocadas Cortes Constituyentes, Castelar fue diputado por cinco circunscripciones y optó por la de Lérida, a cuya ciudad había siempre profesado gran afecto, desde que en 1855 fue a informar allí en un jurado por delitos de imprenta.
En aquellas Cortes esperábase con verdadera ansiedad la palabra del famoso orador del Ateneo y eminente profesor de la Universidad Central. Y nadie, ciertamente, quedó defraudado, pues en 12 de abril de 1869 pronunció su primer discurso parlamentario, que ha pasado a las antologías como la pieza oratoria más notable del pasado siglo. Es la rectificación al discurso del canónigo y diputado don Vicente Manterola, que comienza con aquel conocido apóstrofe: “¡Grande es el Dios del Sinaí!”
(…)Cuando Amadeo de Saboya anunció su renuncia al trono, dijo en la Cámara Castelar: “Señores: la realidad es que aquí, sin provocación de nadie, sin desacato de nadie, sin que nadie le haya faltado, sin que le haya faltado el Parlamento, sin que le haya faltado el pueblo, sin que le haya faltado el Gobierno, sin que le haya faltado ninguna autoridad popular, sin que le haya faltado ninguna autoridad política, el rey, el rey permanente, el rey vitalicio, el rey hereditario, ha anunciado pública y solemnemente a la nación que él tiene ya formada su resolución, que arroja sobre ese pavimento la Corona de España…”
En la sesión en que se proclamó la República Española por 258 votos contra 31, Castelar dijo a los monárquicos:
“El partido republicano no reivindica la gloria de haber destruido la monarquía. Yo, que tanto he contribuido, que tanto he deseado que este momento viniera, debo de decir que no entra en mi conciencia el mérito de haber concluido con ella.
Con Fernando VII murió la monarquía tradicional; con la fuga de Isabel II murió la monarquía parlamentaria; con la renuncia de Amadeo ha muerto la monarquía democrática; nadie ha acabado con ella; ha muerto por sí misma. Nadie trae la República; la traen todas las circunstancias; la trae la fuerza aunada de la sociedad, de la naturaleza y de la Historia.
¡Señores!, saludémosla como a un sol que se levanta por su propias fuerzas en el suelo de nuestra Patria.”
Con motivo de defender una proposición parlamentaria en la que se solicitaba un voto de confianza para el presidente del Poder Ejecutivo, don Francisco Pi y Margall, hizo Castelar la siguiente profesión de fe:
“Hace dieciséis años, decía yo en una lección del Ateneo, terminando un curso, a la juventud que me escuchaba: ¿sabéis cuál es mi deseo? Pues mi deseo es que la generación que viene me llame conservador, y que la generación que ha de venir en pos de ésta, cuando yo sea viejo, me llame reaccionario. Con esto demostré yo que tenía fe en el progreso humano; con esto demostré yo que tenía fe en el cambio de las ideas, porque si soy conservador, si soy reaccionario, yo me examino y yo no me encuentro cambiado. Liberal era y liberal soy; demócrata era y demócrata soy; federal era y federal soy, y tengo que decir que hoy me parecen tan pequeños los poderes antiguos, tan mezquinas las ideas reaccionarias, que creo imposible toda restauración y no temo que la República perezca por las asechanzas de sus enemigos, mientras temo mucho que se pierda por las imprudencias y por la temeridad de los republicanos.”

Castelar enjuicia la Revolución de 1868

“Verdad es que la lógica de los hechos desbarata las combinaciones de los partidos, sacando inflexible la consecuencia encerrada en nuestras instituciones fundamentales esencialmente democráticas.
La revolución del 68 fue una revolución antimonárquica, aunque sus autores, desconociendo la propia obra, pugnaron por reducirla a los estrechos límites de una revolución antidinástica.
Por primera vez en nuestra historia moderna, el rey, que desde la fundación de las grandes monarquías había sido el Genio tutelar de la patria; el rey, que cautivo y cómplice y cortesano de los conquistadores, había presidido ausente las Cortes de Cádiz y la guerra de Independencia, el rey desaparece perseguido por sus ejércitos, ahuyentado por sus vasallos, herido en sus derechos, negado hasta en los fundamentos más sólidos de su autoridad, criticado con irreverencia, sustituido con audacia por un gobierno cuyo origen está en la revolución, cuya legitimidad en el sufragio universal, cuyo espíritu, sin quererlo, sin saberlo, por necesidad, por fuerza en los principios republicanos, que no otra cosa sino república era aquel artículo 32 de la Constitución, copiado a la letra del pacto fundamental en los pueblos federales, el cual se reducía a declarar origen perpetuo del poder a la nación entera, principio contrario a toda monarquía. Así es que, o la revolución de septiembre no había arraigado en los ánimos, o la revolución de septiembre había traído consigo necesariamente la república.”

Castelar, presidente de la República

Había dimitido Salmerón por el motivo conocidísimo de su resistencia a consentir que figurase en la legislación republicana la pena de muerte; habían sido inútiles todos los esfuerzos que se hicieron para convencerlo de que debía continuar en su cargo, y, al fin, las Cortes, por ciento treinta y tres votos contra treinta y siete, y cinco papeletas en blanco, confirieron la Presidencia del Poder Ejecutivo a don Emilio Castelar, que en aquel momento era el hombre en quien más confianza tenía la opinión.
Nombró Castelar su Ministerio, y en él conservó en sus departamentos respectivos de Gobernación y Marina, a los señores Maisonave y Oreiro; Carvajal, del de Hacienda, pasó al de Estado, y Soler y Plá, del de Estado al de Ultramar; el señor Río y Ramos fue designado para Gracia y Justicia; Pedregal, para Hacienda, y Gil Berges, para Fomento. Días después fue nombrado don José Sánchez Bregua ministro de la Guerra.
En la sesión del ocho de septiembre dióse cuenta a las Cortes de estos nombramientos, y expuso Castelar su programa conforme con las ideas que hasta entonces había exteriorizado en las Cortes.
Algunas torpezas de sus ministros colocaron al Gobierno en situación peligrosa en sus primeros momentos; pero pronto la Cámara le ratificó su confianza, dejando expedito camino a sus iniciativas y decisiones. Entre otras autorizaciones, le concedió la de movilizar hombres y dinero para combatir a los carlistas, que habían intensificado la guerra hasta el extremo de que en aquellos días constituía un verdadero peligro nacional.
En alguno momentos las Cortes quisieron conceder al Gobierno facultades dictatoriales; pero las rechazó de una manera clara y terminante, haciendo constar que en el instante de recibirlas presentaría su dimisión. Sin embargo, cuando a causa de los rigores del verano fue preciso suspender las sesiones parlamentarias, se le concedió la autorización, que realmente equivalía a la dictadura.
Durante este interregno parlamentario, que duró desde el 20 de septiembre hasta el 2 de enero, Castelar reorganizó el Cuerpo de Artillería, que había sido disuelto el 7 de febrero anterior; reclutó un Ejército de 80.000 hombres, suprimió la redención a metálico y salvó a España de una guerra con los Estados Unidos, a causa del apresamiento del vapor Virginius en aguas de Cuba, pues la ligereza del general Jovellar, quien fusiló a los tripulantes de dicho barco sin tener en cuenta que algunos eran súbditos norteamericanos, fue considera por la poderosa República, que ya entonces codiciaba al isla de Cuba, como un casus belli. Plantearon la reclamación, y Castelar, secundado inteligentemente por el ministro de Estado, señor Carvajal, la resolvió con honra y fortuna para España.
No obstante verse el Gobierno envuelto en dos guerras, la carlista y la de Cuba y la insurrección cantonal, respetó escrupulosamente las libertades públicas y los derechos ciudadanos, castigando únicamente los hechos de dar noticias falsas de las guerras o revelar los preparativos militares del Gobierno.

La muerte de Castelar

Castelar tenía la preocupación de los números. En muchas ocasiones dijo a sus amigos:
-Nací casi al empezar el año 33, a los treinta y tres años de edad fui condenado a muerte en garrote vil por los acontecimientos políticos del 66; he estado consagrado a la política activa y el periodismo los treinta y tres años que van 1855 a 1888; moriré cuando tenga sesenta y seis años, es decir, dos veces treinta y tres, esto es, treinta y tres años después de haber sido condenado a muerte.
Su profecía se cumplió; una enfermedad que adquirió en San Sebastián a fines del verano de 1897 lo aplanó de tal manera que parecía sólo vivir para pensar en la muerte. Los graves acontecimientos de por entonces: guerras con Cuba, Filipinas y los Estados Unidos, electrizaron su sistema nervioso y pareció reanimarse y recobrar el vigor de sus años juveniles.
La primavera de 1898, fue a pasarla en Sax, donde pasara su niñez; en el verano del mismo año, por consejo de los médicos, marchó a tomar las aguas de Mondariz. Regresó a la Corte y, sin duda, la contemplación de los desaciertos de los gobiernos volvió a deprimir su espíritu y a poner en peligro su vida.
En unas Cortes elegidas por entonces, Murcia le encomendó su representación; por prescripción facultativa, fue a descansar, en mayo del 99, a la finca que la familia del banquero Servet poseía en San Pedro del Pinatar. Al despedirse de sus amigos y familiares de Madrid, parecía, por su tristeza, como si presintiera que no iba a volver a verlos. Al arrancar el tren en la estación de Atocha, se le saltaron las lágrimas.
El 23 de mayo, cuando aún no hacía cinco días que había llegado a la finca de sus amigos, comenzó a escribir un artículo titulado Murmuraciones Europeas para La Ilustración Artística, de Barcelona; al llegar a la segunda cuartilla, un movimiento convulsivo estremeció su mano derecha y brotó de su frente un sudor frío, precursor de un desmayo; su energía formidable le hizo recobrarse y pudo, al fin, completar el artículo, pero dictándolo, él, que jamás había dictado, a su sobrino Rafael del Val.
Al día siguiente se le presentó un ligero ataque de disnea; alarmados sus parientes y amigos, hicieron venir de Madrid a los doctores Huertas y Pulido, que acudieron presurosos; pero no llegaron a tiempo, puesto que el jueves, 25 de mayo, a la una y quince minutos de la tarde, entregó su nombre a la Historia.

Llegan los cuervos. Una impertinencia “de corpore insepulto”

Castelar fue toda su vida creyente: católico apostólico romano y ortodoxo a machamartillo.
Sin embargo, la Iglesia Nacional lo tuvo siempre en entredicho,
tal vez porque colocara al Dios tonante del Sinaí por debajo del Dios humilde del Calvario, y a la Religión del amor y la misericordia supeditara la Religión del Poder.
Así, el Obispo de Cartagena, alarmado de que en la casa mortuoria se instalara capilla ardiente y en la iglesia parroquial de San Pedro del Pinatar se le hiciese funerales, preguntó presuroso si había muerto dentro de la Iglesia Católica y en sus últimos instantes se le había administrado los Santos Sacramentos.
En el acto, el dueño de la finca le contestó telegráficamente:
“Estériles para salvar su vida los recursos de la ciencia; acudió la Religión con sus espirituales auxilios, y el Sacramento de la Extremaunción le fue administrado por el cura párroco del pueblo, don Tomás Gómez. Recibióle el moribundo con gran fervor y dándose perfecta cuenta de su estado, pues hasta pocos momentos antes de expirar conservó íntegro el conocimiento.”
Embalsamado el cadáver por los médicos, fue transportado a Madrid, que al recibirlo, hizo una manifestación de duelo la más cordial y sincera que sin duda se ha conocido; ante su féretro calló la crítica, se arrodillaron los indiferentes y lloraron los adversarios.
Cundió rápidamente la noticia por España y América y puede decirse que el duelo, no ya fue nacional, sino que en él vistió de luto toda la raza latina.
Telegrafiaron pésames todos los Gobiernos y todos los notables de Europa y América, y no hubo periódico que no hiciese honor a los méritos de nuestro prohombre.

Otra especie de cuervos

No faltó quien al cadáver de Castelar regateara los honores. Desempeñaba el cargo de Capitán General de Madrid el llamado General Cristiano, y pensando, sin duda, que con ello habría de restar brillantez al entierro de Castelar, prohibió en una Real orden el que los generales fuesen a él con uniformes de gala, y el que asistieran los oficiales. Esto y la cicatería del Gobierno que presidía don Francisco Silvela, determinó al periódico republicano El País a publicar el siguiente suelto:
“El Gobierno español, haciéndose indigno de tal nombre, regatea los honores que a Castelar han de hacerse, y tras de regatearlos, los niega. Concede, en cambio, la limosna, por nadie solicitada, de costear el entierro.
El cadáver de Castelar no necesita de la caridad oficial para ser enterrado. Cualquier español tendría por altísima honra hacer lo que al Gobierno tanto trabajo cuesta realizar.
El periódico El País es español y como tal, solicita el honor de costear cuantos gastos el entierro ocasione.”
La familia del ilustre muerto rechazó respetuosamente del Gobierno la mezquina cooperación que para los gastos del sepelio había ofrecido, con lo cual la intervención de éste se concretó al pago de unos funerales.
Intervino la opinión pública y personas del propio Ejército, calificadísimas por sus méritos, intervinieron, también, cerca del Capitán General de la Plaza y consiguieron que los militares pudiesen acudir con uniforme de gala al entierro. Así lo hicieron los generales Martínez Campos y Weyler, entre otros. Cuando el cortejo estaba en marcha, incorporáronse, de gran uniforme también, López Domínguez, Salcedo, Blanco y Primo de Rivera.
Pocos días después celebráronse, con escasa concurrencia, en San Francisco el Grande, los funerales organizados por el Gobierno.
En ellos, cosa inusitada, se suprimió el panegírico del muerto. En cambio, la sesión que las Cortes celebraron en su honor fue la más solemne de cuantas, con motivos semejantes, han celebrado.