El
ascenso comunista.
Por
Pierre Broué.
La
Revolución y la guerra de España.
P. Broué y E. Temime.
A partir de septiembre de 1936, como vimos, el Partido
Comunista y el PSUC se convirtieron en factor preponderante
de la vida política. De ser cerca de 30.000
a comienzos de la guerra civil, en pocos meses pasaron
a tener varios cientos de miles de militantes, para llegar
al millón en junio de 1937.
Pero
los dirigentes españoles del PC y del PSUC no jugaron
solos esta partida importante, una vez que el gobierno
de Moscú había aceptado comprometerse. Desde
fines de julio, los delegados de la Internacional Comunista
tomaron en sus manos la dirección y la organización
del Partido. En Madrid, fueron el argentino Codovila,
conocido con el seudónimo de Medina, el búlgaro
Stepanov y sobre todo el italiano Togliatti, llamado Ercoli,
conocido con el nombre de Alfredo, eminencia gris de Moscú
en España (Jesús Hernández afirma
que Togliatti se encontraba en España desde los
primeros días de la insurrección y, por
tanto, durante el verano de 1936, y que recibía
de manera permanente en el buró político
del PCE. Los biógrafos oficiales de Togliatti,
los Ferrara, dicen que llegó a España en
julio de 1937, que “debía dejarse ver lo
menos posible”, y confirman que “su trabajo
se consagró totalmente a las cuestiones españolas,
a las del Partido Comunista y al movimiento popular español”).
En
Barcelona, era el húngaro Geroe, conocido con el
nombre de Pedro. Estaban rodeados de técnicos y
consejeros cuya experiencia fue muy valiosa, y los cuales,
las más de las veces, parecen haber sido agentes
de los servicios secretos rusos. De tal manera,
toda la política militar del PC español
estuvo en manos del italiano Vittorio Vidali, uno de los
agentes más importantes del NKVD en el extranjero,
un hombrecillo “de rostro cómico, de tez
rosada, con un mechón de pelos rubios”, según
Simone Tery, conocido con el nombre de Carlos Contreras
y, sobre todo, con el de comandante Carlos. Unos y otros
dispusieron de fondos importantes que le permitieron montar
un serio aparato de acción y de propaganda.
Mientras
la prensa reaccionaria del mundo entero se esforzaba en
describir los estragos de una “revolución
bolchevique”, en España, inspirada por los
comunistas y el “oro de Moscú”, el
Partido Comunista había tomado, desde las primeras
horas, una posición claramente afirmada a favor
del mantenimiento del orden republicano para la defensa
de la propiedad y la legalidad. Todo los discursos
de sus dirigentes tocaban el mismo tema: no se trataba,
en España, de una revolución proletaria,
sino de una lucha nacional y popular contra la España
semi-feudal y los fascistas extranjeros, al mismo tiempo
que era un episodio de la lucha que se libraba en el mundo
entre “los demócratas” y Alemania e
Italia.
El
Partido Comunista condenó vigorosamente todo lo
que podía parecer capaz de romper “la unidad
del frente”, entre la clase obrera y las “demás
capas populares”. Particularmente, puso mucho cuidado
en conservar buenas relaciones con los dirigentes republicanos
y repitió incansablemente sus consignas
“de respeto al campesino, al pequeño industrial,
al pequeño comerciante”. “Nos batimos
–proclamó José Díaz- por una
república democrática y parlamentaria de
nuevo tipo.” Tal régimen suponía
la “destrucción de las raíces materiales
de la España semi-feudal”, “la expropiación
de los grandes propietarios”, la destrucción
del “poder económico y político de
la Iglesia”, “la liquidación del militarismo”,
“la desarticulación de las grandes oligarquías
financieras”. Ahora bien, estos resultados, según
él, se habían alcanzado ya. La única
tarea del día, por lo tanto, era la de combatir:
“vencer a Franco primero” era la consigna
central de los comunistas.
Para
lograrlo, había que consolidar “el bloque
nacional y popular”, reforzar la autoridad del gobierno
del Frente Popular: los comunistas apoyaron el gobierno
de Companys contra el comité central (de milicias),
la Junta de Martínez Barrio contra el comité
ejecutivo popular, a las autoridades legales contra los
“comités irresponsables”. Desde
las primeras horas, habían defendido la necesidad
de la constitución de un ejército regular
y habían apoyado a Giral y precedido a Largo Caballero
por este camino. José Díaz declaró
en varias ocasiones que “lanzarse a ensayos de socialización
y de colectivización es absurdo y equivale a convertirse
en cómplices del enemigo”.
Así
también, el Partido Comunista libraba una guerra
encarnizada contra todos los que hablaban de continuar
la revolución: “no podremos hacer la revolución
si no ganamos la guerra –declaró José
Díaz-. Lo que hace falta es ganar primero la guerra”.
Así, también, en el campo republicano, dirigió
todos sus golpes contra su izquierda, contra los revolucionarios.
“Los enemigos del pueblo son los fascistas,
los trotskistas y los incontrolables”, afirmó
José Díaz en el mismo discurso, y los propagandistas
del PCE, apoyándose en los procesos de Moscú,
tocaron incansablemente el tema del anti-trotskista: “El
trotskismo no es un Partido político, sino una
banda de elementos contrarrevolucionarios. El fascismo,
el trotskismo y los incontrolables son los tres enemigos
del pueblo que deben ser eliminados de la vida política,
no solamente en España, sino en todos los países
civilizados.”
Franz
Borkenau nos ha mostrado las consecuencias de una línea
política que arrastraba a las organizaciones comunistas
“stalinistas” más allá de la
organización de la lucha contra Franco, hacia una
lucha abiertamente dirigida contra la revolución
en España misma, en nombre de su inoportunidad:
“Los comunistas no se opusieron solamente a la marea
de socializaciones, sino que se opusieron a casi toda
forma de socialización. No se opusieron
solamente a la colectivización de los campitos
campesinos, sino que se opusieron con éxito a toda
política determinada de distribución de
las tierras de los grandes latifundistas. No se opusieron
solamente, y con justa razón, a las ideas pueriles
de abolición local del dinero, sino que se opusieron
al control del estado sobre los mercados… No solamente
trataron de organizar una policía activa, sino
que mostraron una preferencia deliberada por las fuerzas
de policía del antiguo régimen hasta tal
punto aborrecidas por las masas. No sólo quebrantaron
el poder de los comités, sino que manifestaron
su hostilidad a toda forma de movimientos de masas, espontáneo,
incontrolable. En una palabra, no obraban con
el objetivo de transformar el entusiasmo caótico
en entusiasmo disciplinado, sino con el fin de sustituir
la acción de las masas por una acción militar
y administrativa disciplinada, para desembarazarse completamente
de aquélla.”
Esta
política conservadora aseguró el desarrollo
del PCE y del PSUC y aumentó su audiencia. En Cataluña,
el decreto de la sindicalización obligatoria engrosó
los efectivos de la débil UGT controlada por el
PSUC. Bajo su patrocinio, se constituyó en sindicato
el GEPCI (Federación de los gremios y entidades
de pequeños comerciantes e industriales) que so
capa de defensa profesional de los comerciantes, artesanos
y pequeños industriales, fue el instrumento de
lucha de la mediana y de la pequeña burguesía
contra las conquistas revolucionarias. En Levante, donde
la UGT, por el contrario, tenía una base de masas
entre los pequeños campesinos, el PCE, con Mateu,
organizó una Federación campesina independiente,
a la que apoyaron todos los adversarios de la colectivización,
sin exceptuar a los caciques.
De
manera más general, hacia el PCE y el PSUC, defensores
del “orden y de la propiedad”, se volvieron
los partidarios del orden y de la propiedad en la España
republicana. Magistrados, altos funcionarios,
oficiales, policías encontraron en él el
instrumento de la política que deseaban, y al mismo
tiempo, un medio de obtener, dado el caso, protección
y seguridad (claro está que también acudieron
a la CNT, por ejemplo, personas de derechas que deseaban
asegurarse una “cubierta protectora”. Pero
sólo el PCE ofrecía, al mismo tiempo que
la protección, la perspectiva de una lucha por
el orden).
Por
lo mismo, el PCE dejó de ser un Partido de composición
proletaria: en Madrid, en 1938, según
sus propias cifras, no contaba más que con 10.160
sindicados de 63.426 militantes, lo que indica un escaso
porcentaje de obreros (Borkenau dijo que el PCE
era, ante todo, “el Partido del personal militar
y administrativo”. Venían luego
los pequeños burgueses y campesinos acomodados,
después, los empleados y, en último lugar,
solamente, los obreros de industria. Dolléans,
citando el caso de Valencia, donde los antiguos afiliados
de la CEDA se pasaron al PCE, dijo que reclutaba su gente
“entre los elementos más conservadores del
bloque republicano”. La mayoría de los oficiales
de carrera, algunos de los cuales antes de la guerra eran
simples republicanos, cuando no eran de derecha, se adhirió
al PCE. Citemos a Miaja y Pozas, y a los jóvenes
Hidalgo de Cisneros, Galán, Ciutat, Cordón,
Barceló).
La
propaganda del PCE, por lo demás, cargó
el acento sobre las “personalidades” reclutadas,
algunas de las cuales, no obstante, distaban mucho de
ofrecer todas las garantías en lo que concierne
a la sinceridad de su dedicación a una causa “obrera”
(el primero de enero de 1937, uno de los hijos del ex
presidente Alcalá Zamora, José Alcalá
Castillo, que hacía unos días había
vuelto del exilio, se adhirió al PCE: el 6, una
emisión especial del PCE por radio, con la participación
de Balbontín, se dirigió a los “hijos
de la gran burguesía que luchan en el campo contrario”.
Y a los que se les pidió que se pasaran en masa
“al lado del pueblo español”. José
Alcalá Castillo fue elegido para formar parte de
una delegación de “trabajadores” enviada
a la URSS para las fiestas del Primero de Mayo. La prensa
española reprodujo un artículo de él,
en Izvestia del día 6, en el que dio las gracias
al “gran camarada Stalin”. Otra recluta, muy
representativa de la nueva capa de militantes del PCE,
fue Constancia de la Mora, hija de una
de las más grandes familias de la oligarquía
española, nieta de Antonio Maura, hombre de Estado
conservador por el que no ocultó su admiración,
entró en conflicto con su familia y su medio a
consecuencia de un matrimonio desastroso con un señorito
de Málaga –Bolín, del que hablan,
por lo demás, Koestler y Chalmers Mitchell-. Divorciada
y vuelta a casar con Hidalgo de Cisneros, dirigió
la censura en Madrid, y no vaciló en censurar las
decisiones del gobierno conforme a las órdenes
de su Partido. Su autobiografía, Orgullosa de España,
es un interesante testimonio: esta mujer inteligente,
enérgica y valerosa, hablaba todavía el
lenguaje de su clase y mostraba para los “ultra-revolucionarios”
la misma hostilidad que su abuelo a los socialistas).
Sin
embargo, sería erróneo explicar el crecimiento
del PCE sólo por su política moderada y
por su fidelismo republicano. En el caos de los
primeros meses, en efecto, el PCE se mostró como
una notable fuerza de organización, un instrumento
terriblemente eficaz. Junto con algunas de sus realizaciones,
sus llamados a la unidad antifascista encontraron un inmenso
eco entre todos aquellos, republicanos, socialistas, sindicalistas
y no organizados que querían, ante todo, luchar
contra Franco. Los Hernández, las Pasionarias,
los Comorera inclusive, no eran tomados en serio en sus
diatribas contra los comités y los “incontrolables”,
y en sus llamados a la disciplina y el respeto de la legalidad
más que porque su Partido se había mostrado
muy capaz de combatir, porque sabía construir y
poner el ejemplo.
La
historia de la defensa de Madrid muestra también
que, en algunas circunstancias, el PCE era capaz no solamente
de hacer un llamado a tradiciones revolucionarias como
las de Octubre en Rusia, o del ejército rojo, sino
también de utilizar métodos propiamente
revolucionarios; en una palabra, de aparecer ante los
ojos de las grandes masas como un Partido auténticamente
revolucionario. Muchos militantes españoles o “internacionales”
vivieron en la defensa de la capital una epopeya revolucionaria
de la que el emblema puramente antifascista no era, a
sus ojos, más que provisional. Contra los mercenarios
alemanes o italianos, se veían a sí mismos
como combatientes de la revolución proletaria internacional.
Muchos de ellos combatieron a la revolución en
lo inmediato, con la convicción de que no se trataba
más que de un repliegue tácito provisional
y que al final de lucha antifascista se encontraba la
revolución comunista mundial.
Uno
de los instrumentos más eficaces del desarrollo
de la influencia del PCE fue, a este respecto, el Quinto
regimiento. Desde el 19 de julio, los militantes
comunistas de Madrid ocuparon un convento salesiano en
Cuatro Caminos y organizaron una unidad que contaba con
8.000 hombres a fines de mes. La elección misma
del vocablo “regimiento” y de su número,
el cinco, era significativo: la dirección del PCE
hizo de esta unidad el 5º regimiento porque existía
en Madrid, antes de la insurrección, cuatro regimientos.
Fue Enrique Castro Delgado, delegado por el buró
político y secundado por el comandante Carlos,
el que se encargó de su formación.
En cada batallón formaron las “compañías
de acero”, integradas en su mayoría por militantes
comunistas y apelaron sistemáticamente a los oficiales
y suboficiales de reserva o de carrera. Con la ayuda rusa,
el Quinto regimiento se desarrolló con rapidez
relampagueante. Estaba equipado, entrenado, tenía
los mandos completos. El gobierno lo favorecía
porque era un modelo de disciplina: había puesto
en vigor, de nuevo, todas las prácticas de las
unidades regulares, el saludo, los galones, los grados.
Oficiales
de carrera incorporados a otras columnas pidieron su traslado
a esta unidad en la que encontraban las condiciones de
servicio que, a su juicio, eran normales. El Quinto regimiento
tenía una orquesta, un coro, un periódico,
Milicia Popular. No tardó en tener su leyenda.
A fines de septiembre, agrupaba a treinta mil
hombres. Se convirtió en el quinto cuerpo de ejército,
con más de cien mil hombres, y, finalmente, comprendió
a la mayor parte del ejército del centro.
Fue
el Quinto regimiento donde apareció por primera
vez la palabra “comisario”: en efecto,
su desarrollo, a juicio de los dirigentes del PCE, no
debía escapar al aparato del Partido. El comisario
mantenía en estas unidades regulares la disciplina
política de un Partido, la vigilancia de los técnicos,
la moral elevada de los hombres. Y el PCE supo utilizar
su experiencia de los comisarios para extender su influencia
por el ejército. Era la única organización
que había comprendido verdaderamente las posibilidades
que ofrecía el cuerpo de los comisarios a un Partido
activo. Gracias a la protección del comisario
general, Alvarez del Vayo, llegaron literalmente a colonizar
el comisariado durante su primer año de existencia
(La Pasionaria, en el Mundo Obrero del 19 de marzo de
1937, citando un registro de las pérdidas padecidas
por el cuerpo de comisarios, reveló, quizá
involuntariamente, la preponderancia comunista: de 32
comisarios muertos, 21 pertenecían al PCE y 7 a
las JSU; de los 55 heridos, 35 eran del PCE y 1 de las
JSU. Aun si se admite, como lo hace ella, que los comunistas,
más heroicos que los demás, por definición,
estaban más expuestos que los otros, está
claro que su influencia era preponderante. Caballero acusó
claramente a Del Vayo de haber favorecido su penetración.
Prieto acusó a Antón, jefe de los comisarios
del frente de Madrid y miembro del buró político
del PCE. Es indudable que el PCE comprendió, antes
que las demás organizaciones, la importancia del
papel de los comisarios, y es indudable también
que los candidatos comunistas fueron más numerosos
que los otros).
Gracias
al comisariado pudieron difundir sus consignas entre las
tropas y los principales temas de su propaganda:
democracia, patriotismo, disciplina. Siendo que los comisarios
políticos del ejército rojo habían
sido los propagandistas de la revolución y del
socialismo, estas dos palabras fueron desterradas del
vocabulario de los comisarios españoles, una de
las razones de ser de las cuales, por la voluntad del
PCE, fue precisamente la de luchar en el ejército
contra todos aquellos para quienes la revolución
inmediata era todavía una tarea tan importante
como la guerra.
Los
comunistas estalinistas que se habían tornado intocables
desde las entregas de armamentos rusos, defensores
consecuentes del programa antifascista de restauración
del Estado, organizadores del ejército, se convirtieron,
de tal modo, en los elementos más dinámicos
de la coalición gubernamental. Azaña, Companys,
Prieto, Largo Caballero, les mostraron confianza y les
dieron el apoyo que más tarde le reprocharán
a Alvarez del Vayo. Su posición se reforzó
todos los días, no sólo en la opinión
pública, sino, quizá más todavía,
en el aparato del estado.
Acabamos
de ver el lugar que ocupaban en los mandos políticos
y militares del ejército popular. Eran igualmente
comunistas los que dirigían los servicios de censura
y del código de cifrados. Sus nombres, Burillo
en Madrid, Rodríguez Salas en Barcelona, ocupaban
los puestos clave en la nueva policía. Su
cohesión y su disciplina plantearon en los sucesivo
un problema: ¿no constituían ya un estado
dentro del estado?
Algunos
graves incidentes muestran que estaban decididos a utilizar
sus posiciones con fines que no justificaba la preocupación,
tan a menudo afirmada, de mantener la unidad del frente,
y el interés general, y, lo que es más grave
todavía, que se lanzaron por este camino a indicación
del gobierno ruso. Cuando se constituyó en Madrid
la Junta de Defensa, a pesar de la decisión de
que estuvieran representados todos los Partidos, el
PCE opuso un veto absoluto a la presencia del POUM, calificado
de “trotskista” y de “enemigo de la
Unión Soviética” (Enrique
Rodríguez, dirigente del POUM en Madrid, fue informado
de esta decisión por el socialista Albar: “El
embajador Rosenberg ha puesto su veto a vuestra presencia.
Es injusto, claro está, pero comprendednos: la
URSS es poderosa; entre privarnos del apoyo del POUM y
privarnos de la ayuda de la URSS, hemos elegido. Preferimos
inclinarnos y rechazar al POUM.” Andrade y Gorkín
se trasladaron entonces a Madrid, pero también
ellos fracasaron. El POUM no estuvo representado en la
Junta).
La
Batalla (órgano del POUM) protestó y sacó
a plena luz el conflicto: “lo que le interesa realmente
a Stalin no es la suerte del proletariado español,
ni la del internacional, sino la defensa del gobierno
soviético conforme a la política de pactos
establecidos por unos estados contra otros. El 28 de noviembre,
en una nota a la prensa, el cónsul general de la
URSS en Barcelona, Antonov Ovseenko, no vaciló
en intervenir en la política interior de la España
republicana, señalando a La Batalla como “prensa
vendida al fascismo internacional”. Fue este asunto
el que produjo una crisis ministerial en Cataluña
y determinó, finalmente, la exclusión del
POUM del Consejo de la Generalidad. El comentario de esta
acontecimiento que apareció en Pravda, el 17 de
diciembre”, inmediatamente después de los
primeros procesos de Moscú, constituyó una
amenaza no disfrazada: “en Cataluña, la eliminación
de los trotskistas y de los anarco-sindicalistas ha comenzado
ya; será llevada a cabo con la misma energía
que en la URSS.”