Primera República|Entre Repúblicas|Segunda República|Crítica Republicana a la II República |Contacta
|Dictadura franquista|

Sixto Cámara, Isabel II y Narváez.
Por Francisco Pi y Margall



Sixto Cámara, Isabel II y Narváez

Por Francisco Pi y Margall




Durante el interregno parlamentario, desarrolláronse tristes sucesos en Andalucía. Cumpliéndose los presagios que Ayala hiciera en el Congreso, el exceso de represión de la prensa produjo, como lógica consecuencia, la revolución. Sixto Cámara inició en Málaga y Jaén un movimiento republicano que fue pronto sofocado. No lo fueron tan pronto otros que, pocos días después y obedeciendo también a las gestiones de Cámara, se inició en Sevilla. Unos cien hombres armados, al frente de los cuales se puso el oficial retirado Manuel María Caro, dieron el grito de ¡Viva la República! Seguros los sublevados de ser prontamente acorralados por la guarnición, si permanecían en Sevilla, se dirigieron a la villa de Azahal, en donde algunos de los de la partida prorrumpieron en gritos atentatorios a la propiedad. La embriaguez revolucionaria cegó a todos los sublevados, haciéndoles cometer tropelías no conformes con ningún ideal político. En el Azahal, los insurgentes quemaron los archivos notariales, saquearon algunas casas de ricos hacendados y derramaron el vino de algunas bodegas. Igual conducta observaron en Utrera y Morón. Salida en su persecución, desde Sevilla, una columna de tropas del ejército, dio alcance a los sublevados cerca de Benamejí, dispersándoles y causándoles algunas bajas.

Repuestos de esta pequeña derrota, siguieron los insurgentes, pero ya fraccionados en dos bandos: uno al mando de Caro, que tuvo la desgracia de ser copado con sus compañeros cerca de Utrera, y el otro, al de don Gabriel de la Llave, fue también deshecho en breve en Ronda.

Si las escenas de robo y saqueo a que se entregaron algunos de los sublevados de Sevilla merecían duro castigo, jamás podían justificar los fusilamientos que mandó Narváez ejecutar en la capital andaluza. Más de cien rebeldes fueron pasados por las armas, y otros cuarenta y tantos, condenados también a muerte, debieron la gracia de indulto a un hecho, que si para ellos fue venturoso, revistió caracteres trágicos. Presenciaba a larga distancia los fusilamientos de los condenados del Azahal gran número de personas.

Una de las descargas, mal dirigida, produjo la muerte de dos de los curiosos. Este trágico suceso impresionó hondamente a los sevillanos, que, horrorizados de la carnicería que se estaba haciendo, enviaron una Comisión de personajes andaluces a Madrid a protestar de los fusilamientos. Temiendo Narváez más graves sucesos, consintió en perdonar a los restantes condenados.

El movimiento comunista del Azahal estaba sofocado. Ningún partido político había tomado en él una participación directa y definida, puesto que, aun cuando Cámara fue el iniciador de las revueltas de Andalucía, las desenfrenadas pasiones de unos cuantos desvirtuaron el movimiento y le dieron una dirección que, seguramente, Cámara era el primero en deplorar. Pero necesitaba Narváez justificar con algo sus crueldades y quería, además, deshonrar a los partidos extremos haciendo caer sobre ellos la responsabilidad de los excesos del Azahal, y, a pretexto de que de la Corte habían salido instrucciones para el movimiento revolucionario de Andalucía, inició una serie inicua de persecuciones contra inocentes menestrales, honrados trabajadores, comerciantes, industriales y periodistas. Todas las noches eran arrancados de sus casas, sacados del café, tabernas o centros de reunión, o detenidos en la misma calle, multitud de individuos calificados arbitrariamente de vagos y malhechores. Conducíaselos primero a los sótanos del Principal, y luego, atados de dos en dos y formando una cadena, se les trasladaba a Leganés y se les tenía encerrados días y semanas enteras, sujetos a un trato infame. A tal extremo llegó la brutalidad de las autoridades, que se cuenta que el entonces gobernador, don Carlos Marfori, visitaba todas las noches los sótanos del Principal y contestaba a los lamentos y protestas de inocencia de los detenidos, con injurias, palos y bofetadas. Estas persecuciones, que recibieron el nombre de cuerdas de Leganés, enajenaron por completo al Gobierno de Narváez toda simpatía.

Mientras el Gobierno se dedicaba a perseguir liberales y demócratas, acaecían en el Real palacio sucesos poco edificantes.
“Cuatro días antes de abrirse las Cortes, dice un historiador, fue objeto la antecámara real de una horrenda catástrofe. Hallándose la Reina ocupada en su cámara, quiso penetrar en ésta su marido, acompañado de Urbiztondo (el ex carlista, entonces ministro de la Guerra) en ocasión en que Narváez, que se hallaba allí con su ayudante, hijo del Marqués de Alcañices, hizo ver al Rey lo terminante de la orden de la Reina para que nadie la interrumpiese; alteróse en extremo don Francisco y habló altivamente a Narváez; tomaron entonces parte en la cuestión Urbiztondo y el de Alcañices, éste apoyando a Narváez y aquél al Rey; y tales palabras mediaron entre ambos, que, tirando de las espadas, se atravesaron recíprocamente con ellas; quedando muerto Urbiztondo en el acto y tan mal herido el de Alcañices, que falleció a las pocas horas. Para extraviar a la opinión pública hízose decir a los periódicos asalariados, que Urbiztondo había muerto de una pulmonía fulminante, y su contrario de otra enfermedad también rápida. En estos términos refiere el caso un libro muy leído, cumpliendo al historiador reproducirlo, aunque sin responder de la completa exactitud del hecho objeto de la cita:

“Decíase, además, que en Palacio era a la sazón poderoso un apuesto teniente de ingenieros (otros autores dicen que era coronel) llamado don Antonio Puig Moltó, sucesor en el favor real de tantos otros que heredaran a Serrano el predominio en la voluntad de la reina. De este Puig Moltó se hablaba en todas partes, contándose maravillas acerca de su influencia, aprovechada por algunas de las azafatas y damas de la reina para lograr se otorgaran altas posiciones a sus favorecidos, sucedió, a menos así se dijo, que la reina le pidió a Narváez el ascenso de Puig Moltó, y que Narváez, encontrándole antirreglamentario, se opuso a él, ofendiendo gravemente a la reina y a su favorito; y como la reina podía quitar a Narváez el gobierno, con la misma facilidad con que se le otorgara, resolvió deshacerse de Narváez.”