Los
republicanos distan de ser aquí tan nuevos como se cree.
Los hubo ya en los tiempos de Carlos IV. A principios
del año 1796 fraguóse en Madrid contra la Monarquía una
conjuración que había de estallar el día 3 de Febrero.
Se la descubrió, se prendió á gran número de ciudadanos,
se les formó causa y se condenó á muerte á seis de los
conspiradores: á D. Juan Mariano Picornell, á D. José
Lax, á D. Sebastián Andrés, á D. Manuel Cortés Campomanes,
á D. Bernardo Garasa y á D. Juan Pons Izquierdo.
El proceso se instruyó rápidamente. Por Decreto de 25
de Julio del mismo año conmutaba el Rey la pena de muerte
con la de reclusión perpetua en los castillos de Panamá,
Portobelo y Puerto Cabello.
Picornell,
Campomanes y Andrés, fueron encerrados en La Guaira.
Merced á las simpatías que desde luego se captaron, pudieron
pronto convertir la cárcel en escuela y sembrar allí las
ideas de la revolución de Francia. De tal favor gozaron,
que consiguieron evadirse la noche del 4 de Junio de
1797, y días después inspiraron en Caracas otra conspiración
dirigida á proclamar la República.
Picornell
y Campomanes eran, según se dice, personas de corteses
maneras y de fácil palabra; Picornell, hombre de corazón
ardiente que odiaba el poder absoluto por que España se
regía. Habíase educado Picornell en los libros de los
enciclopedistas, cuya lengua le era tan familiar corno
la propia, y ardía en deseos de ver realizados en el
mundo todo los principios democráticos.
Después de la conspiración de Madrid no se volvió en España á combatir
la Monarquía ni aun cuando los reyes abandonaron la patria
y se pusieron mansa y humildemente á las órdenes de Bonaparte. Aseguran algunos que se pensó por segunda vez en la República el año 1820;
mas ni hay datos que lo corroboren ni se aclamó en el
alzamiento de aquel año sino la Constitución de Cádiz.
Hubo, sí, conspiraciones republicanas el año siguiente:
en Málaga, el mes de Enero; en Barcelona, el mes de Julio;
en Zaragoza, el mes de Agosto; las tres descubiertas
antes que estallaran.
El
año 1832 un hombre, á la sazón oscuro, después famoso
por su ardimiento y su triste muerte volvió á la defensa
de la República. En Limoges, lugar á que le había llevado
su mala fortuna, escribió y publicó un proyecto de Constitución
federal precedido de sensatas consideraciones. Este
hombre era D. Ramón Chaudaró y Fábregas, que seis años
después moría en Barcelona, pasado por las armas, a consecuencia
de una insurrección de que había sido promovedor y caudillo.
El
año 1841 eran ya muchos los partidarios de la República. Tenían ya sus órganos en la prensa, y de tal modo crecieron,
que el año 1842 pudieron en Barcelona alzarse, rechazar
al ejército, perseguirlo hasta los muros de la Ciudadela,
quedar dueños de la ciudad y no abandonarla mientras
no la cercó y bombardeó el general Espartero. La República
era entonces, sin embargo, más un sentimiento que una
idea. Enmudeció después de la reacción de 1843, y
sólo dio una que otra señales de vida cuando se la restableció
en Francia y se conmovieron todas las monarquías de Europa.
Aun entonces hubo de ceder el puesto á la democracia,
que, atenta á la reivindicación de los derechos del hombre,
apenas se preocupaba. con la forma de gobierno. Votaron
veintiún diputados contra la Monarquía en las Cortes de
1854; pero siguieron llamándose, no republicanos, sino
demócratas. Tan poca afición había aún á la República,
que Sixto Cámara, con ser muy exaltado, veía al
principio con malos ojos que se la presentase como la
consecuencia obligada de la soberanía del pueblo.
Creció
el republicanismo más por los que estaban fuera que por
los que estaban dentro de las Cortes, y apareció con él
la federación apoyada por la historia y la lógica.
Vino
un largo interregno y en él volvieron preferentemente
á ocupar la atención los principios democráticos. Lo
motivaban en gran parte las leyes de imprenta que no permitían
ataques directos ni indirectos á la Monarquía, y apenas
si toleraban la defensa de los derechos inenagenables
é imprescriptibles; mas la República despertaba aún
tan poco entusiasmo en algunos demócratas, que el año
1858 vacilaba el mismo Rivero en ponerla por coronamiento
de un programa revolucionario. La semilla estaba,
con todo, muy esparcida, y tarde que temprano había de
dar sus frutos.
Diólos abundantemente apenas venció la revolución de Septiembre. ¡Qué
inesperado despertar el del pueblo! Querían los que la
hicieron un simple cambio de personas en el trono, y
el pueblo se apresuró en todas partes á destruir ó borrar
los símbolos de la monarquía. Sonaron vítores á la República
en los más opuestos ámbitos de España, y á poco vítores
a la federación y á la República. Como la federación,
jamás tuvo idea alguna tan rápido desarrollo ni tan esplendorosas
manifestaciones. Aquí promovía mitings, allí derramaba
á granel hojas y periódicos, acullá invadía calles y plazas
precedida de ricos estandartes que impresionaban vivamente
la imaginación de las muchedumbres. Tanto ganó, que pudo
a los pocos meses llevar sesenta diputados á las Cortes,
y poco después cuarenta mil hombres a las armas.
Los
republicanos todos eran entonces federales. Unitarios
no había más que dos en las Cortes, y éstos ni atacaban
el federalismo ni contaban siquiera con sus electores.
Los federales lo dominaban todo, y eran tan firmes en
sus principios, que así los sostenían al fin como al principio
de las Constituyentes. Los dividió más tarde una cuestión,
pero no una cuestión de doctrina. Afirmaban todos la autonomía
de las regiones, y todos las querían enlazadas por el
libre consentimiento.
Así
fueron el año 1873 á la República. Durante la República
tampoco los separaron diferencias de principios. Los
proyectos de Constitución formulados por la mayoría y
la minoría eran en el fondo idénticos; tal vez el de la
mayoría, más federal que el de la minoría. Sólo al
caer de la República surgió la verdadera discordia. Renegaron
de la federación los que más la habían enaltecido, y relegaron
desdeñosamente a la ley provincial nuestro sistema de
gobierno. Caída fue para los que así apostataron; perturbación
grande para los que permanecimos fieles y no nos dejamos
abatir ni por la dictadura de Serrano ni por la reacción
de Sagunto.
¡Si siquiera no hubiésemos
debido pasar por otras divisiones! De los antiguos
progresistas, los unos transigieron con la Restauración,
los otros se hicieron republicanos. Partidarios éstos
de la soberanía de la nación y la unidad del Estado,
se pusieron enfrente de los federales; fieles conspiradores
de toda la vida, se opusieron á los republicanos que sólo
por la lenta evolución de las ideas y los acontecimientos
se proponían recobrar el poder perdido. Constituyeron
un tercer bando, y subdividieron los ejércitos de la República.
Ese
tercer bando ha sido funesto. Ha traído en constante alteración
los pueblos, ha dificultado la reorganización de las fuerzas
republicanas, ha prolongado la existencia de la monarquía,
y ha terminado, después de no pocas locuras y cambios,
por engendrar otro partido.
Cuatro
partidos tenemos ya en el campo de la República: cuatro
partidos, con más las fracciones y las fraccioncitas que
han ido surgiendo. ¿Pararán aquí las divisiones? Lo creemos
difícil, como
no haya un movimiento de concentración, y cuando menos
se refundan en un solo partido los federales y en otro
los unitarios. De no, aumentarán en todos los partidos
las disidencias que los debilitan: aquí las provocarán
locas ambiciones, allí la perfidia de nuestros comunes
enemigos, en todas partes nuestro carácter díscolo y nuestro
permanente espíritu de discordia. Sólo por la constitución
de grandes agrupaciones cabe, á nuestro juicio, extirpar
los males de hoy y prevenir los de mañana.
Dos
grandes partidos hay en Inglaterra: los whigs y
los torys; dos en la América del Norte los republicanos
y los demócratas; y pues aquí, para después del
triunfo, hemos de contar con los de la monarquía,
deberíamos trabajar activa y constantemente los republicanos
por fundir en uno todos los partidos. ¿Es imposible la
obra? La han realizado no ha muchos días nuestros vecinos
los portugueses; la realizaron antes los brasileños. Pudieron
por esta razón los brasileños, no sólo conquistar en horas
la República, sino también constituirla ordenada y sosegadamente.
Inteligencias, coaliciones, ligas son hoy la paz y tal
vez la victoria; mañana, la discordia y la impotencia.
No olviden nuestros lectores que todo se ha ensayado y
todo sin fruto.
El Nuevo Régimen (semanario federal)
Madrid, 21-2-1891