asturiasemanal.es
Oficina de Defensa del Anciano         Asturias Republicana
   
   


En alegre conversación, caminaban los tres hacia el Versteck Café, donde tenían tertulia con gente fabulosa llegada de las cuatro esquinas del mundo
J. A. de Blas, maestro de escuela

Por Marcelino Laruelo.

 


Por Sanftmütig Strasse, a primeras horas de la mañana, daban escolta al maestro de escuela sus dos lazarillos habituales: el profesor Orutra Saira y Jeremías Johnson cuando bajaba de las Rocallosas. En el motocarro que en el toldo llevaba rotulado “Chema & Chema”, iba el cotidiano cargamento de libros. Cogidos del brazo y en alegre conversación, caminaban los tres hacia el Versteck Café, donde tenían tertulia con gente fabulosa llegada de las cuatro esquinas del mundo. A diario, se creaba allí un ambiente mágico, enigmático y maravilloso a la vez.

En la esquina de la barra, formaban corro Teodoro Zu Putlitz, jefe del Estado Mayor de las milicias republicanas; Higinio Carrocera y la cocinera de Buenaventura Durruti. Estaban mirando unas fotos que les había traído la cocinera en las que se veía el chaquetón de cuero de Durruti con un agujero pequeño en la espalda y otro mucho más grande en la parte delantera, cerca de la solapa. El maestro de escuela y los lazarillos se incorporaron al corro: “En los primeros momentos, las milicias se podrían haber adueñado de León y de la base aérea, cortado la comunicación entre Galicia y la meseta… Y ganado la guerra”. “Una revolución no puede durar más de un mes”, tronó el maestro a modo de buenos días.

“¡Eso mismo digo yo!” Era el comandante de milicias Manolín Alvarez el que respondió. Compartía mesa con el coronel Escobar, de la Guardia Civil; los comandantes de milicias Ladreda, El Coritu y Planerías, y el irlandés Collins. El comandante Collins trataba de comprender lo que decían los otros sobre la situación de los frentes para poder proponer golpes de comando tras las líneas nacionalistas. El marino Hernán du Fradier-Blassier hablaba con el piloto Abel Guidez de aterrizajes de emergencia. Manolín se levantó y fue a saludar al maestro. Discretamente, le entregó un periódico doblado. Dentro iban unos cuantos folios mecanografiados con conversaciones telefónicas secretas del 23 F. “Esto, de parte del coronel Escobar”.

“¡Coño, Lawrence!”, exclamó el profesor Orutra Saira. Era Lawrence de Arabia al frente de una patrulla árabe con sus gigantescos camellos. Lawrence se acercó a la barra chorreando arena del desierto y pidió un litro de café con leche, una docena de croissants y conferencia telefónica urgente con Alejandría.

Subido a una silla, el capitán de los Tercios de Flandes Álvaro de Roa recitaba unos sonetos inéditos de Quevedo, al que había conocido en Venecia cuando ambos trabajaban como agentes encubiertos al servicio del duque de Osuna. El doctor Hans Schmied, discípulo del doctor Briançon, el que afirmaba que los humanos podrían vivir 140 años a condición de no beber agua ni acercarse a los hospitales, le escuchaba con una sonrisa.

Hugo Pratt tomaba apuntes para un nuevo capítulo de Corto Maltés entre ‘eduarchino’ y ‘eduarchino’. Joe ‘the Miner’ le observaba al mismo tiempo que conversaba con el general Student de los pormenores de la operación aerotransportada sobre Creta. J. Engel, el pintor, retocaba su enésimo cuadro de la serie “cafetones”. A su lado, el jardinero que poda los árboles en Guernica hablaba por el móvil.

Como por un truco de magia o de informática, de repente se hizo el silencio y todo se paralizó: Julie Christie apareció en la puerta. Se acercó al maestro de escuela, le abrazó y le dio dos besos. Él, sorprendido, gritó: “¡A Varykino, a Varykino!”. El profesor Orutra Saira, matemático y antiguo crupier en Montecarlo y Las Vegas, le abrió paso. Se acomodaron entre las pieles y Jeremías Johnson azuzó los caballos. Sonaron rítmicos y alegres los cascabeles y la troica se deslizó por Ihre Strasse. Al llegar a Sanftmütig Strasse, se detuvo y descendieron todos. Los lazarillos guiaron al maestro hacia un gran carretón de lonas blancas cargado de libros, comics y dvd’s. Olía a churros con chocolate y a fritos de pixín. Trepó como pudo hasta el pescante con el manuscrito de “El western, mito y rito para un pueblo sin historia” en la cartera. Largas filas de indios norteamericanos formaban a los lados del camino. Sam Peckinpah mandó al Grupo Salvaje que le diera escolta. En la playa, desde la orilla de la mar, Ursula Andress le decía adiós. Los niños de Avilés gritaban y tiraban petardos. El maestro se puso de pie y voceó a los cuatro vientos: “¡Podéis iros todos a bañar el perro a Siberia!” Entonces, Michael Cimino chasqueó la lengua, sacudió las riendas y los seis percherones se pusieron en marcha hacia Heaven’s Gate.

El maestro de escuela Juan Antonio de Blas falleció en Gijón el pasado día 17 de Diciembre de 2016, a los 74 años de edad.