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Mareas y Botellón

Por José Antonio Rodríguez Canal

 


En posición genuflexa, con los brazos en cruz y la mirada puesta en la rayina del horizonte, de antemano ruega indulgencia el suprascrito a quien pueda sentirse aludido, pero aduce como circunstancia atenuante que no se siente con fuerzas para evitar que le parezca abracadabrante, apabullante, alucinante, anonadante, acojonante, que lo último, le dernier cri, en interpretación creativa del estado de la playa, la playa de Gijón, la playa de San Lorenzo, of course, consista en vincular los efectos de las pleamares vivas de San Agustín (que, en realidad, este año han sido de San Bernardo, San Pío X y Santa María Reina, porque el obispo de Hipona no se celebra hasta pasado mañana 28) con la supuesta, presunta, imaginaria pérdida de arena de la playa. Desopilante.


Vista nocturna de la playa de San Lorenzo, de Gijón,
desde el Puente del Piles. Verano de 1964 (Foto Acuña).

Sin recurrir a la consulta de tratado alguno, sin la menor idea de lo que pudiera aplicarse en esta caso del docto contenido del Iribarren sobre la ola máxima y otros factores coadyuvantes, sin echar mano de la tradición oral como fuente de conocimiento, sin necesidad de incursiones en hemerotecas ni en internet; porque lo he visto en vivo y en directo cada año desde hace ya más de 60, estoy en condiciones de afirmar, como pueden hacerlo decenas de miles de gijoneses más, que las pleamares vivas de últimos de agosto hacen que el agua de la mar deje sin cubrir sólo un retalín de playa, allí, en las proximidades de la escalera 15, lo que sucede, año tras año, incluso, ya ve usted, desde antes de que las escaleras de la playa, las mismas de ahora, estuvieran numeradas. Ya hace más de seis decenios, el agua invadía la totalidad del área del Tostaderu y rompía contra las paredes del balneario municipal habilitado en el lugar, cuyos accesos están cegados, o tapiados, desde hace mucho tiempo (algún día se reabrirán y no habría que descartar sorpresas con el contenido del subsuelo de aquel entorno; manes del singular urbanismo gijonés de antaño. Ver veremos). Con la marea alta, había tanta agua en la playa en esas fechas que algunos mozos del Caleyu, de La Arena, se lanzaban al río, invadido por la mar, desde lo alto del puente de la desembocadura del Piles.

Fatiga insistir en la empresa de que se acepte lo evidente. Es una temeridad insostenible homologar el vaivén de la arena en la playa -este año afectado por unas riadas extraordinarias- con una pérdida neta de arena. Esta afirmación no ha salido jamás de una boca solvente desde el punto de vista científico o técnico. Los verdaderos expertos acreditados en la materia aprecian desplazamientos de la arena, no disminución en su cantidad. Sin embargo, en la gran ceremonia de la confusión montada a propósito de este absurdo debate, se le da cuartelillo a cualquiera que pasa por el Muro y sentencia que sí, que la playa tiene menos arena y que la culpa es del "dique" (¿el dique?, ¿qué dique? ¿En qué país vivimos? ¡En qué país vivimos! Rajoy puede dormir tranquilo que, desenlace de la epidemia de barcenosis aparte, igual vuelve a tener mayoría absoluta).

A la playa que la dejen como está, que no la toquen. La playa no es el problema. El problema es el botellón juvenil bisemanal, aunque sería, tal vez, más exacto decir que el problema es haberlo convertido en problema.

Mientras se habilita un botellonódromo, o botelloneatro (ojalá no tenga alguien la ocurrencia de usar la playa para esa función) está claro que debe haber tolerancia cero con los abusos, el vandalismo y demás efectos colaterales de la ocupación masiva de la vía pública para el ejercicio de esa práctica no saludable de libaciones grupales o colectivas. Pero el mismo grado de tolerancia cero debe aplicarse ante el consumo de bebidas alcohólicas a las puertas o en las proximidades de establecimientos del ramo, salvo que dispongan de terraza instalada de acuerdo con la normativa vigente. La misma vara de medir para todos. Incluso si se trata de la vara de medir costillas o espaldas.